OTOÑO EN CALELLA DE PALAFRUGELL
Este año ha sido brusco e
inesperado el paso del verano al otoño. Una noche de lluvia y de viento ha
cambiado todo el aspecto y el color de la tierra y del mar. También ha cambiado
el olor. El otoño es la estación de los buenos olores. En estas noches tan
estrelladas, tan ligeramente brumosas, un poco humildes, campos y árboles
huelen a almendras tiernas, a picante hoja de menta. Ahora da gusto ir por las tardes
al campo. Las viñas se van dorando, los pinares tienen una capa espesa de color
verde oscuro, los olivares se nimban de un tono gris aéreo y plateado, los
rastrojos van tomando un color rojizo granulado. Todo el paisaje cabría entre
una jarra de miel y una botella de ron.
Paseando, se oyen, de tarde en
tarde, los chillidos de un grupo de chicos y el lento crujir de un carro en una
rambla, el ladrido de un perro, la violenta detonación seguida de una irisada espiral
de humo blanco del arma de un cazador. Al llegar la noche cantan los últimos
grillos con una tristeza que significa que ya están con el agua al cuello, y
las aves nocturnas vuelan en el aire espeso, macilento, mortecino.
En el Ampurdán no posee el otoño
el aire báquico y sensual que tiene en otras muchas comarcas o en los centros
de cultivo. Al contemplar este paisaje no se podría construir una alegoría
otoñal al estilo de los antiguos, con guirnaldas opulentas, cuernos de la
abundancia y una tibia Venus de cabeza pequeña y robustas caderas paseándose
por un prado ornado de árboles que desgarran un jirón de niebla. El otoño es
aquí una cosa serena, lineal, sin dureza, un poco lánguido, que os excita a una
melancolía diluida y plácida.
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