Cuando llegué a las líneas de la
compañía "C", en la cima de la colina, me detuve y miré hacia el
campamento, que empezaba a perfilarse claramente a mis pies bajo la neblina
grisácea de la madrugada. Aquél era el día de la partida. Tres meses antes,
cuando llegamos, el paraje estaba cubierto de nieve; ahora asomaban las
primeras horas de la primavera. Entonces me había dicho que, cualesquiera que
fueran las escenas de desolación que nos esperasen, nunca presenciaría ninguna
más brutal que aquel panorama, y ahora me decía que no conservaba un solo
recuerdo feliz del lugar.
Aquí, en efecto, acabaron los
amores entre el ejército y yo.
Aquí morían también las líneas
del tranvía, por lo que los hombres que volvían bebidos de Glasgow podían
dormitar en los asientos hasta que les despertara el final del trayecto.
Quedaba un buen trecho entre el terminal del tranvía y las puertas del
campamento: un cuarto de milla en el que los soldados podían abrocharse la
guerrera y enderezarse la gorra antes de pasar por el cuerpo de guardia; un
cuarto de milla en el que el cemento se convertía en hierba al borde de la
carretera. Era el límite de la ciudad, donde terminaba el territorio cerrado y
homogéneo de las urbanizaciones y los cines y empezaba el campo.
El campamento se encontraba en
tierras que muy poco antes habían sido de pasto y de labranza; la granja seguía
de pie en un repecho de la colina y allí habíamos instalado las oficinas del
batallón; la hiedra sostenía aún lo que quedaba de los muros de un huerto de
frutales; ahora el vergel se reducía a medio acre de viejos árboles mutilados
detrás de los lavaderos. El lugar estaba predestinado a desaparecer incluso
antes de que llegara el ejército. Un año más de paz y no hubiera quedado ni
granja, ni muros, ni manzanos.
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