El frío llegó tarde aquel otoño y
a los pájaros cantores los cogió desprevenidos. Cuando la nieve y el viento empezaron
a ser intensos, demasiados habían sido engañados para quedarse, y en vez de
partir hacia el sur, en vez de haber volado ya hacia el sur, estaban
acurrucados en los jardines de las casas, con las alas ahuecadas para conseguir
un poco de calor. Yo estaba buscando trabajo. Era estudiante y necesitaba
trabajo de canguro, de modo que pasé algún tiempo caminando por esos atractivos
pero invernales vecindarios, de entrevista en entrevista, al tiempo que
inquietantes multitudes de petirrojos picoteaban la tierra congelada,
pardogrisáceos y desvalidos -aunque qué pájaro no parece, incluso en las
mejores de las circunstancias, algo desvalido. Hasta que un día, hacia el final
de mi búsqueda, después de una semana, los pájaros habían desaparecido de forma
alarmante. No quise pensar en lo que les había pasado. En realidad, esto no es
más que una forma de hablar -una cortesía, una expresión de falsa delicadeza-,
pues de hecho no dejé de pensar en ellos, imaginándomelos muertos, en grandes
montones, en alguna especie de maizal de la muerte
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