Allá, en cambio, en diciembre, la
noche llega rápido. Morvan lo sabía. Y a causa de su temperamento y quizás también
de su oficio, casi inmediatamente después de haber vuelto del almuerzo, desde
el tercer piso del despacho especial en el bulevar Voltaire, escrutaba con
inquietud las primeras señales de la noche a través de los vidrios helados de la
ventana y de las ramas de los plátanos, lustrosas y peladas en contradicción
con la promesa de los dioses, o sea que los plátanos nunca perderían las hojas,
porque fue bajo un plátano que en Creta el toro intolerablemente blanco, con las
astas en forma de medialuna, después de haberla raptado en una playa de Tiro o
de Sidón -para el caso es lo mismo- violó, como es sabido, a la ninfa aterrada.
Morvan lo sabía. Y sabía también
que era al anochecer, cuando la bola de fango arcaica y gastada, empecinada en girar,
desplazaba el punto en el que se agitaban, él y ese lugar llamado París,
alejándolo del sol, privándolo de su claridad desdeñosa, sabía que era a esa
hora cuando la sombra que venía persiguiendo desde hacía nueve meses, inmediata
y sin embargo inasible igual que su propia sombra, acostumbraba a salir del
desván polvoriento en el que dormitaba, disponiéndose a golpear. Y ya lo había
hecho –agárrense bien- veintisiete veces.
Allá la gente vive más que en
cualquier otro lugar del planeta
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