Retorno a Brideshead, Evelyn Waugh, p. 13
Mientras esperaba en la
oscuridad, me horrorizó percatarme de que algo dentro de mí había muerto
silenciosamente tras un largo período de deterioro, y me sentí como el marido
que, después de cuatro años de matrimonio, se da cuenta de repente de que ya no
siente deseo, ni ternura, ni aprecio por la mujer que una vez amó; ningún
placer por su compañía, ningún interés
en gustarle, ninguna curiosidad por nada que ella pudiera hacer, decir o pensar;
ninguna esperanza de que las cosas se arreglen, ningún sentimiento de culpa por
el desastre. Y o conocí todo esto, el triste compás de la desilusión marital;
todo eso lo habíamos pasado juntos, el ejército y yo, desde los primeros
galanteos intempestivos hasta ahora, cuando ya no nos quedaban más que los
fríos lazos de la ley, del deber y de la costumbre. Y o había representado
todas las escenas del drama conyugal, había visto cómo las primeras rencillas
se hacían cada vez más frecuentes, cómo las lágrimas afectaban menos, cómo las
reconciliaciones eran menos dulces, hasta que todo ello engendraba un
sentimiento de despego y de crítica fria, y la creciente convicción de que el
culpable no era yo sino la amada. Percibía las discordancias de su voz y
aprendí a escucharlas con recelo; capté la incomprensión tajante y resentida
que se leía en sus ojos y el rictus obstinado y egoísta de la comisuras de sus
labios. Aprendí todo aquello de la misma manera que se aprende de una mujer con
la que se ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y
medio; aprendí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus
encantos, conocí sus celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y
ahora la veía como una antipática desconocida con la que me había unido
indisolublemente en un momento de locura.
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