El fin del fin del mundo, Franzen, p. 253
Debo decir también que la
Antártida estaba a la altura del entusiasmo de Doug. Hasta entonces nunca había
tenido la experiencia de contemplar un paisaje de una belleza tan deslumbrante
que me fuera imposible procesarla, percibirla como algo real. Un viaje que ya de
antemano se me antojaba irreal me había llevado a un lugar que también lo
parecía, aunque en mejor sentido. Es posible que el calentamiento global ponga
en peligro la capa de hielo occidental del continente, pero la Antártida aún
está lejos de haberse fundido. A ambos lados del canal Lemaire se alzaban
montañas negras y picudas, altísimas, pero no tanto como para hallarse
simplemente cubiertas de nieve: estaban enterradas en caprichosos ventisqueros
hasta la mismísima cima, y la roca sólo quedaba expuesta en los acantilados más
verticales. Protegida del viento, el agua era un espejo, y bajo el cielo gris
se veía de un negro absoluto, inmaculado, como el del espacio exterior. Entre
los tonos monocromáticos, entre los interminables negro, blanco y gris, surgía
el discordante azul del hielo glaciar. No importaba qué tono tuviera: ya fuera
el matiz azulado de los bloques de hielo que se balanceaban en nuestra estela, el
azul oscuro e intenso de los castillos flotantes de hielo, con sus arcos y cámaras,
o el pálido tono poliestireno de los témpanos desprendidos del glaciar, mis ojos no podían
creer que el color que estaban viendo existiese de verdad en la naturaleza. Una
y otra vez se me escapaba la risa de pura incredulidad. lmmanuel Kant había
vinculado lo sublime con el terror, pero tal como lo experimenté yo en la
Antártida, desde el mirador estratégico y seguro de un barco con un ascensor de
vidrio y latón y un café exprés de primera, se trataba más bien de una mezcla
entre lo bello y lo absurdo.
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