Cuando Jerome Spector me divisó a
lo lejos sentado en una cafetería del aeropuerto de Madrid, llevaba sin verlo
desde la ceremonia de graduación del instituto. Él iba camino de Singapur,
ataviado con un traje de tres piezas y gafas con montura dorada y seguía siendo
el mismo pelmazo alegre que yo recordaba.
Lamenté que me hubiera
reconocido. Mientras esperaba el vuelo nocturno a Málaga, repasaba una
conferencia que debía dictar a la mañana siguiente: si no la terminaba
entonces, tendría que levantarme temprano para acabarla en mi habitación del
hotel. Pero también Spector tenía tiempo antes de la salida de su vuelo y quería
que yo me enterara de lo bien que la vida lo había tratado desde el día de
nuestra graduación. Ahora era socio en un bufete de abogados de Nueva York
especializado en fusiones y adquisiciones y estaba de viaje para negociar la
compra de una armadora de Singapur por parte de un consorcio
hispano-estadounidense.
Al despedirnos, me había
convertido en todo un experto en buques mercantes; también en la carrera como abogado
de Spector, sus dos matrimonios, varios hijos y sus opiniones sobre el déficit
comercial de Estados Unidos.
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