El fin del fin del mundo, Franzen, p. 142
Ningún novelista estadounidense
importante ha vivido con más privilegios que Edith Wharton. Aunque nunca llegó
a librarse del todo de las preocupaciones económicas, siempre vivió como si así
fuera: dilapidando los ingresos de su herencia en casas de barrios ricos,
entregándose a su pasión por los jardines y la decoración interior, recorriendo
Europa sin cesar en yates de alquiler o coches con chófer, codeándose con los
poderosos y los famosos, despreciando los hoteles de segunda. Tal vez todos
deseemos de un modo secreto, o no tan secreto, ser igual de ricos que Wharton,
pero no es fácil que te caiga bien alguien que goza de semejantes privilegios:
queda en desventaja moral. Y no era una privilegiada a la manera de Tolstói, con
sus planes de reforma social y su idealización de los campesinos; era
profundamente conservadora: se oponía al socialismo, a los sindicatos y al
sufragio femenino. Se sentía intelectualmente atraída por la mirada implacable que
el darwinismo lanzaba sobre el mundo y rechazaba el nulo refinamiento, el
bullicio y la vulgaridad de Estados Unidos (hacia 1914 había establecido su
residencia permanente en Francia y desde entonces sólo visitó Estados Unidos
una vez, durante doce días). Ni siquiera su amigo Teddy Roosevelt recibió su
apoyo cuando sus políticas se volvieron más populistas. Era el tipo de dama
dispuesta a mandar una carta de protesta en tono incendiario al dueño de una
tienda porque una dependienta no le había querido prestar un paraguas. Todos
sus biógrafos, incluido el admirable R. W. B. Lewis, ofrecen la misma imagen característica
de la artista trabajando: escribiendo en la cama después de desayunar y tirando
las páginas acabadas al suelo, de donde las recogía su secretaria para
ordenarlas y pasarlas a máquina.
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