DoBLAN LAS CAMPANAS DE SANTIAGO
Desde los baldíos de Santo Domingo y Leganitos, un viento
duro sopla briznas de nieve y sacude los bordes de la capa hasta enredar las
piernas y obligar a la mano enguantada a sujetar el ala de la negra chistera y
entornar los ojos que apenas ven el suelo empedrado, tan conocido, según entra
en la calle Angosta de San Bernardo y entonces le parece que una voz de mujer
grita muy lejos, “¡Mariano, ven, Mariano!”, pero es el zumbar del viento en los
oídos, fue su imaginación o su deseo de que alguien le llamara y él volverse
atrás, tan deseoso de eludir el encuentro, aunque el frío le hace desear la
casa adonde va, no andar por calles en las que no hay sino la nublada tarde que
anuncia el presto anochecer, y en el alero de un tejado algo se mueve y repite
un chirrido casi animal, cual un pájaro allí enganchado y doliente. A don
Mariano José de Larra, el periodista, le extraña el olor a madera quemada en el
portal oscuro y oír el crujido de los escalones bajo sus pisadas y cuando entra
en el despacho del cronista, que espera su visita, nota en la cara el
confortable calor de la chimenea francesa bien cargada que crepita por el tiro
vivaz a causa del viento, y hacia el fuego van sus ojos atraídos por la
claridad de las llamas, y delante, está don Ramón de Mesonero Romanos que alza su
mano para tenderla y estrechar la otra, breve y huidiza.
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