El fin del fin del mundo, Franzzen, p. 221
La única pesadilla recurrente que
he tenido durante muchos años tiene que ver con el fin del mundo y se
desarrolla como sigue: en un paisaje urbano atestado de gente, no muy distinto
del bajo Manhattan, piloto un avión de pasajeros por una avenida en la que nada
es como debe ser. Parece imposible que los edificios que se alzan a ambos lados
no me arranquen las alas y que consiga mantener el avión en el aire
desplazándome a tan baja velocidad. Siempre hay algo que obstaculiza el paso,
pero de algún modo consigo cambiar bruscamente de rumbo o pasar por debajo de
algún paso elevado, aunque sólo sea para enfrentarme luego a un rascacielos tan
alto que para superarlo tendría que elevarme en vertical. Cuando emprendo un
ascenso decepcionantemente insuficiente, el rascacielos crece y se abalanza
hacia mí y entonces me despierto, con una sensación de alivio que no se puede
explicar con palabras, en Mi cama.
El martes no hubo despertar.
Buscabas una televisión y te ponías a mirar. Salvo que de verdad fueras una muy
buena persona, probablemente estabas, como yo, experimentando el choque entre
varios mundos incompatibles en el interior de tu mente. Junto al horror y la
tristeza de lo que estabas viendo, puede
que también sintieras una decepción pueril porque te acababan de desmontar el
día, o una preocupación egoísta por el impacto que tendría en tu bolsillo, o
algo de admiración por la brillantez en la concepción del ataque y su ejecución
impecable, o -lo peor de todo- cierta admiración ante la calidad del
espectáculo visual que había producido. Da lo mismo si algunos palestinos
bailaban por las calles o no. En algún lugar -de esto puedes estar
absolutamente seguro-los artistas de la muerte que habían planeado el ataque se
estaban regodeando en la belleza terrible del hundimiento de las torres. Tras
años de soñar, trabajar y alimentar esperanzas, la sensación de culminación que
experimentaban en ese preciso momento era mayor de lo que se habrían atrevido a
suplicar en sus rezos. A lo mejor algunos de esos felices artistas estaban escondiéndose
en el destrozado Afganistán, un país donde la esperanza media de vida a duras
penas llega a los cuarenta años: en ese mundo no se puede caminar por un bazar
sin ver hombres y niños con alguna extremidad mutilada.
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