Tus pasos en la escalera, Muñoz Molina, p. 235
El Paciente H. M. tenía
veintisiete años cuando el cirujano le practicó la lobotomía. Su memoria explícita
se quedó detenida en 1953. El resto de su vida lo pasó en una residencia,
gracias a una pequeña pensión de invalidez. Durante largas temporadas lo
alojaban en una habitación del departamento de Neurofisiología del Instituto
Tecnológico de Massachusetts, donde se sometía con docilidad y buen ánimo a los
experimentos que hacían con él todo tipo de especialistas. Tenía una voz suave
y un poco dubitativa. Era capaz de aprender tareas manuales complicadas pero
luego no se acordaba de haberlas aprendido. A la neurocientífica que trabajó
casi medio siglo con él la saludaba cada día como si acabara de conocerla.
Tenía la boca grande, dicen, las orejas grandes, una gran sonrisa. Llevaba unas
gafas gruesas de pasta. Comía con buen apetito. Si había terminado de comer y
un experimentador le ponía delante otro plato de comida, él le daba las gracias
educadamente y se lo tomaba con las mismas ganas. No sabía su edad. Se la
decían y la olvidaba de inmediato. Se acordaba muy bien de programas de
televisión de los primeros años cincuenta. Creía que el presidente era Eisenhower.
Se echó a llorar sin consuelo cuando le dijeron que su padre había muerto. Se
lo volvieron a decir al cabo de unas semanas y de nuevo fue un golpe para él y
rompió a llorar con la misma congoja. Un investigador se fijó después en que
escondía algo en la mano derecha, un pedazo pequeño de papel del que no se
separaba nunca. Había escrito en él con letra desigual que su padre estaba
muerto. La alegría, la pena y los recuerdos inmediatos se le borraban con
ecuanimidad al cabo de treinta segundos. Decía de vez en cuando cosas
enigmáticas: “Estoy teniendo una discusión conmigo mismo». Decía: “Cada día es un
solo día”. Murió en 2008, con ochenta y cinco años, mientras dormía, muy
apaciblemente. Le extirparon de inmediato el cerebro. Lo llevaron de Boston a
San Diego en una nevera portátil. En un laboratorio de la universidad el cerebro
congelado del Paciente H. M. fue dividido, para su estudio posterior, en 2.40 láminas
de un grosor de setenta micras. Cada una fue fotografiada en alta resolución y
con todas ellas se elaboró un atlas en 3D que es el más completo que existe de
un cerebro humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario