Alguien más le dijo,
probablemente el revisor: la suya es la única maleta, nadie quiere ir hoy a
Alquila, no hay manera en que se pierda. Pero Hernández insistió en llevarla
arriba: me gusta ver mis cosas.
En el andén, Hernández se comió
unas galletas, compró una botella de agua y se fumó, ansioso, dos o tres cigarros.
Luego abrieron las puertas del autobús y entró desbocado, como si hubiera más
gente esperando.
Necesito traerla junto, le
explicó al chofer en la pequeña escalera, alzando su maleta: traigo aquí mis
medicinas. Sin volteado a ver, el chofer del autobús asintió con la cabeza pero
apretó el volante entre sus manos.
Hombre de supersticiones, Padilla
temía que algo le pasara a su camión si hablaba antes de marcharse, igual que
temía que algo le pasara a su pasaje. Por eso nunca decía nada hasta llegar a
las montañas.
Para entonces, Hernández se había
adueñado de una línea de asientos, empotrando su maleta en el pasillo. Le emocionaba
ser el único viajero que aquel día hubiera tomado el autobús rumbo a Alquila.
No entorpezca el pasillo,
solicitó Padilla saliendo de una curva. Sorprendido, Hernández irguió el
cuerpo, buscó los ojos del chofer en el espejo que comunicaba ambas cabinas y
sonriendo preguntó: ¿está diciéndomelo en serio?
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