Aguirre el magnífico, Manuel Vicent, p. 81
Cuando toda España olía a sardina
entre clérigos, militares, lentejas y Concha Piquer, y en los descampados se
lamían mutuamente las heridas los perros famélicos y los mutilados de guerra,
por la calle Sacramento de Madrid, a la sombra de viejos palacios, se pavoneaba
de noche Eugenio d'Ors con correajes, un águila bicéfala en la hebilla del
cincho, boina colorada con borla hasta la oreja y otros abalorios franquistas
como un orondo fantasma. De regreso de Argentina, Ortega y Gasset se había
exiliado voluntariamente en Portugal, donde imperaba Salazar, otro férreo
dictador, un hecho que dejó descolocados a sus incondicionales y sumergidos
seguidores. Los intelectuales del régimen e incluso los poetas líricos dormían
con las polainas puestas y la pistola bajo la almohada por si había que
levantarse otra vez a matar rojos. En aquel Madrid desolado de adoquines y
raíles de tranvía, los señoritos calaveras con esmoquin y bufanda blanca iban a
bailar a Pasapoga y cada tronco de acacia tenía un mendigo o un policía de la Secreta
apoyado. Cualquier deseo administrativo, excepto el de acostarse con Ava
Gardner en el hotel Hilton, necesitaba estar sellado con timbre móvil y dos
pólizas.
En medio de aquella España con
olor a amoniaco de urinario público, resulta que Jesús Aguirre no quería ser
como los demás.
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