La única historia, Julian Barnes, p. 82
¿Qué me producía aversión y
desconfianza en el hecho de ser adulto? Pues, para decirlo brevemente: la
conciencia de poseer derechos, el sentido de superioridad, la presunción de
saber más, si no todo, la amplia banalidad de las opiniones adultas, el modo en
que las mujeres sacaban la polvera y se empolvaban la nariz, la forma en que
los hombres se sentaban en una butaca con las piernas separadas y sus partes
prietamente resaltadas contra el pantalón,
la manera en que hablaban de jardines y de jardinería, las gafas que llevaban y
el ridículo que hacían, la bebida y el tabaco, el horrible estruendo de la
flema cuando tosían, los aromas artificiales que se echaban para ocultar sus
olores animales, que los hombres se quedaran calvos y las mujeres se modelaran
el pelo con aerosoles de fijador, la idea pestilente de que quizá mantuvieran
todavía relaciones sexuales, la dócil obediencia de ambos sexos a las normas sociales,
su irascible desaprobación de cualquier cosa satírica o contestataria, su
suposición de que el éxito de sus hijos dependería del grado en que imitaran a
sus padres, el ruido sofocante que hadan cuando estaban de acuerdo unos con
otros, sus comentarios sobre la comida que cocinaban y la comida que comían, su
afición a alimentos que a mí me daban asco (en especial las aceitunas, las
cebollas en vinagre, los chutneys, los encurtidos picantes, la salsa de rábano
picante, las cebolletas, la pasta para sándwich es, los apestosos emparedados
de queso con pasta Marmire), su autocomplacencia emocional, su sentido de
superioridad racial, la forma en que contaban los peniques, el modo en que se hurgaban
en los dientes para desalojar los residuos de comida, lo poco que se
interesaban por mí y el excesivo interés que mostraban cuando yo no quería que
lo hicieran. No era más que una lista corta de la que Susan, por supuesto,
estaba totalmente excluida.
Ah, y otra cosa. Que, sin duda a
causa de un miedo atávico a reconocer sus auténticos sentimientos, ironizasen
sobre la vida afectiva y convirtieran la relación entre los sexos en una chanza
tonta y continua. Que los hombres insinuaran que en realidad las mujeres lo
gobernaban todo; que las mujeres insinuasen que los hombres en realidad no
comprendían lo que estaba sucediendo. Que los hombres fingieran que eran los
más fuertes y que hubiera que mimar, consentir y cuidar a las mujeres; que
estas fingiesen que, con independencia del folclore sexual acumulado, eran las
únicas que tenían sentido común y práctico. Que los dos sexos admitieran
plañideramente que a pesar de todos los defectos del sexo opuesto seguían
necesitándose mutuamente. Que no se puede vivir ni con las mujeres ni sin
ellas, ni tampoco con los hombres ni sin ellos. Y que ellas y ellos conviviesen
en el matrimonio, que, como dijo un ingenioso, era una institución, sí, pero para
enfermos mentales. ¿Quién lo dijo primero, un hombre o una mujer?
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