La única historia, Julian Barnes, p. 210
Estaba sentado en el bar, a mitad
de su tercer y teóricamente último cigarrillo de la noche, cuando un hombre en
shorts de playa y chanclas se sentó en el taburete de aliado.
-¿Le importa que le gorronee uno?
-Sírvase.
Le pasó el paquete, luego una
caja de cerillas de algún hotel con una palmera en la tapa.
-Los fumadores somos una especie
en extinción, ¿verdad? Probablemente el tipo andaba por los cuarenta, estaba
tan achispado como él y era inglés, cordial, nada agresivo. No tenía nada de
esa falsa campechanía con la que a veces topabas, esa suposición de que tienes
que tener más cosas en común de las que tienes. Así que siguieron sentados en
silencio, apurando el cigarrillo, y
quizá la ausencia de una conversación trivial animó al hombre a volverse y
anunciar, con un tono ecuánime, reflexivo:
-Dijo que quería descansar en mi
hombro tan ligera como un pájaro. Me pareció poético. Y también puñeteramente
agradable, lo que un tío necesita. Nunca fue empalagosa.
El hombre hizo una pausa. Paul
siempre estaba dispuesto a espolear a su interlocutor.
-Pero ¿la cosa no fue bien?
-Dos problemas. -El tipo inhaló y
luego sopló el humo hacia el aire fragante-. El primero, los pájaros vuelan,
¿no? Es su naturaleza, ¿no? Y el segundo es que antes de volar siempre te cagan
en el hombro.
Y dicho esto aplastó la colilla,
saludó con la cabeza, bajó a la playa y se fue caminando hacia la mansa marea.
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