Aguirre el magnífico, Manuel Vicent, p. 195
Jesús Aguirre estaba en pleno
proceso de secularización el mismo año en que el Vaticano también produjo la
cosecha de dos papas muertos. Pablo VI había entregado su alma a Dios y la
paloma se había posado sobre la cabeza del cardenal Luciani, quien bajo el
nombre de Juan Pablo I tardó sólo un par de meses en volar también al cielo. Un
día salió al balcón de la plaza de San Pedro, abrazado por la columnata de
Bernini, y ante una multitud llena de fervor proclamó que Dios era una Madre,
no un Padre, una afirmación que pese a ser muy cierta produjo una conmoción
entre los cardenales de la curia romana. A renglón seguido el Papa pidió las
cuentas de la empresa y comprobó que el banco del Vaticano invertía gran parte
del dinero de las indulgencias en armas y condones. Estaba dispuesto a cortar
por lo sano y a impedir este propósito fue ayudado mediante un té bien cargado.
Viejos amigos de Jesús Aguirre desde los tiempos en que estudiaba brujerías en
Múnich, los teólogos Hans Küng y Joseph Ratzinger ahora andaban tirándose
silogismos a la cabeza en una gresca escolástica a cara de perro. A todo esto Vicente
Aleixandre había ganado el Nobel de Literatura sin haberse levantado de la
butaca durante treinta años en su casa de la calle Velintonia, que era la meca
de los poetas venecianos, de la experiencia, viejos y novísimos. En los
tresillos isabelinos del Congreso algunos diputados socialistas liaban canutos
de marihuana mientras se hablaba de los pactos de la Moncloa y en el aeropuerto
de Barajas pillaban a Carmen, la hija de Franco, sacando de contrabando las insignias
y las medallas conmemorativas de oro que le habían regalado a su padre, gracias
a que se había instalado por primera vez un detector de metales y ella lo
ignoraba.
La noticia de que Jesús Aguirre y
Cayetana de Alba se iban a casar circulaba por Madrid desde principios de 1978.
Todo el mundo lo consideraba un disparate. Nadie se esperaba ese lance moderno
de la corte de los milagros. ¿Dónde diablos estaba ValleInclán? ¿Por qué había
muerto tan temprano si el gran esperpento del ruedo ibérico no había hecho más
que empezar? “El cura Aguirre ¡duque de Alba! Ha sido lo mejor que nos ha
pasado en la vida”, exclamó José María Castellet. “Primera impresión, desconcierto.
Primera reflexión, entusiasmo”, fue el telegrama que le mandó Carlos Barra! “Vamos
a convertir Liria en nuestro palacio de invierno», gritaron chocando las copas
en alto los contertulios de Parsifal. Pero la duquesa no entendía por qué se
escandalizaba la gente. Era viuda, se casaba con un hombre soltero del que
estaba enamorada. No se explicaba dónde estaba el problema, teniendo en cuenta,
además, que ella siempre se había puesto el mundo por montera y había hecho lo
que le había dado la gana.
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