Nuestra casa estaba menos
silenciosa que de costumbre. Algunos amigos de la familia nos visitaban todas
las tardes. Mi madre se mostraba muy locuaz con ellos, y las visitas, al salir,
debían de creerla un poco frívola. O pensarían: “Se ve que Julio no era su
hijo».
Julio se habla suicidado.
Desde mi cuarto escuchaba la voz
de mi madre mezclada a tantas voces extrañas. En ocasiones, cuando yo bajaba a
saludar, las visitas manifestaban estupor ante ciertos hechos no precisamente insólitos:
que pudiese estrecharles la mano, responder a sus preguntas, ir al colegio,
estudiar música, tener catorce años. «Ya es casi un hombre», decían los amigos
de mis padres. «¡Qué grande está, qué desenvuelto! ¡Qué consuelo para el pobre
Heredia!» No bien aludían a la muerte de Julio y a punto de repetir, después de
esta frase, algunos sensatos lugares comunes sobre la caducidad de las cosas humanas
y los designios inescrutables de la Providencia, que arrebata de nuestro lado a
quienes con mayor éxito hubieran soportado la vida, esa terrible prueba, Isabel
hablaba de temas ajenos al asunto, contestando con son· risas inocentes a las
miradas de turbación que provocaba su incoherencia.
Por la noche comíamos los cuatro
en silencio, mis padres, Isabel y yo. Después de comer, yo acompañaba a Isabel
hasta su casa.
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