Aguirre el magnífico, Manuel Vicent, p. 121
Bajo la larga ceniza de la
posguerra habían comenzado a avivarse algunos rescoldos. Los universitarios más
inquietos ya habían puesto el dedo gordo en la cuneta y habían partido hacia
Europa a bordo de un camión cargado de naranjas, de tomates y melones; luego
regresaron con la buena nueva de que en París maullaba una gata con jersey
negro de cuello alto que se llamaba Juliette Gréco y en las aceras del Barrio
Latino los novios se besaban con La ndusea de Sartre en la mano. Por
Montparnasse se movía un grupo de pintores españoles que alternaba el oficio de
brocha gorda en los andamios con el trabajo de artistas nocturnos; los sábados
se los veía con óleos y carpetas bajo el brazo yendo de galería en galería a
ofrecer sus cuadros y se alimentaban de sus propios sueños, unos de conocer a
Picasso y otros a Santiago Carrillo. El Partido Comunista en el exilio
remediaba su hambre a cambio de la filiación en una célula. Unos estudiantes se
iban en vacaciones a aprender alemán en las minas del Ruhr, otros optaban por
fregar platos en los restaurantes de Londres. Aquí en España, cuando se hablaba
de oposición siempre se refería uno a la de notarías o registros, a abogados
del Estado o a judicatura, nunca a Franco, que iba cogiendo un pergeño de abuelito
pánfilo y no por eso menos cruel y asesino. La aspiración sublime a llegar a
alto dignatario del Estado se compartía con visitas rituales a los prostíbulos con
olor a permanganato poblados de putas muy maternales, entre cuyos senos les
bailaba una medalla de la patrona de su pueblo. De Alemania regresaba Aguirre a
Santander o a Madrid de vacaciones envuelto en silogismos escolásticos,
brillantes y escurridizos. En casa de sus primos en la calle Costa Rica,
durante los insomnios de las noches de verano, vaciaba su teología sobre la
cama y los dejaba admirados. Sus primos le decían: «Jesús, vas a llegar a
cardenal";. Y él contestaba: " A papa".
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