Hoy pocos recuerdan que fui yo
quien encontró el cadáver de la desdichada hija del doctor Kroll tendido en la nieve
aquella noche en el Callejón del Oro. La voluble musa de la historia casi ha
borrado el nombre de Christian Stern de sus páginas eternas, aunque a menudo he
tenido razones para pensar que habría sido mucho mejor para mí no haber
aparecido nunca en ellas. Mi destino era elevarme muy alto, con un magnífico
plumaje, pero al final volví a caer al suelo con las alas en llamas.
Estábamos en pleno invierno, y
una luna creciente pendía ladeada sobre la mole del castillo de Hradcany, que se
alzaba sobre el estrecho callejón donde yacía el cadáver. ¡Cuántas estrellas
había!, como montones de alhajas esparcidas sobre una cúpula de tensa seda
negra. Desde niño me había fascinado el misterio del firmamento y siempre quise
conocer sus secretas armonías. Pero esa noche estaba borracho, y sus luces como
gemas parecían girar y mecerse mareantes sobre mí. Tan embriagado estaba que es
raro que reparase en la joven que yacía muerta entre las profundas sombras de
los muros del castillo.
Había llegado a Praga ese mismo
día y había pasado por una de las puertas del sur de la ciudad al caer la
noche, después de un fatigoso viaje desde Ratisbona, con los caminos cubiertos
de roderas y el Moldava helado de orilla a orilla. Encontré hospedaje en el
León Dorado, un sórdido hostal en Kleinseite, donde no pedí nada, sino que subí
a mi cuarto y me eché en la cama sin quitarme la ropa del viaje.
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