Aguirre el magnífico, Manuel Vicent, p. 98
Muy pronto el sexo se levantó
como una barrera negra en el horizonte, una obsesión lúbrica que acompañaba al
seminarista día y noche unida a la tibieza de la cera del altar, al olor de
incienso, a la humedad pegada a la tela del pijama.
Reclinado en una cama turca en el
palacio de Liria, me contó Aguirre, como sintiéndose ya a salvo de todo
aquello: «Lo que para los padres de la compañía eran amistades particulares
para Goethe eran afinidades electivas y yo que había leído a Goethe así lo
creía. Un día me llamó el director espiritual a su despacho, un jesuita que era
famoso por la voz de barítono y porque llevaba siempre un tomate en los calcetines,
como el que describe Pérez de Ayala en A.MD. G. Fui acogido por su sonrisa
meliflua, que no borraba el rigor del entrecejo. Me hizo sentar a su lado muy
cerca, me puso la mano en el hombro y luego me dio un suave pescozón en una
mejilla. A continuación comenzó el interrogatorio”.
Los superiores habían observado
que Jesús Aguirre tenía predilección por un compañero con el que siempre se le
veía departiendo a solas durante el recreo en un rincón del patio. Un día el
padre prefecto le vio muy pálido, le cogió de la oreja en un corredor y lo
llevó a su habitación. El prefecto pronunció el nombre de un chico de Laredo
llamado Antonio, de aspecto curtido, de ojos negros, cejas prietas y mejillas muy
carnosas. Jesús puso cara de sorpresa. Ante las preguntas cada vez más directas
e inquisitivas, con las orejas enrojecidas por el rubor, negó que entre ellos
pasara nada más allá de compartir la misma afición por la lectura. No se
masturbaban, no se intercambiaban ninguna caricia ni siquiera se tocaban. Sólo
leían a escondidas a Ortega y Gasset. No se sabe qué era peor. Ante la rociada
de amenazas y consejos, Jesús prometió que en adelante se dedicaría sólo a jugar
al balón. El prefecto, antes de despedirlo del despacho, mientras no dejaba de
sobarle las mejillas, le hizo esta confidencia: “Anoche, después de apagar la
luz, me paseé como todas las noches por el dormitorio vigilando vuestro sueño.
Cuando ya estabais todos dormidos me fijé en ti. Estabas destapado y tenías las
dos manos entre las piernas dentro del pantalón del pijama. Eso es gravísimo.
¿Lo sabes? Te doy dos días para que te quites esas ojeras. Y si tienes que dormir
con las manos atadas, hazlo como penitencia”.
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