La única historia, Julian Barnes, p. 49
Aquella noche miré a mis padres y
presté atención a todo lo que decían. Intenté imaginar que ellos también habían
tenido su historia de amor. En un tiempo lejano. Pero no llegué a ninguna
conclusión. Después traté de imaginar que cada uno había vivido su historia de
amor, pero por separado, antes del matrimonio o quizá -aún más emocionante-
durante el mismo. Pero desistí porque de esto tampoco pude sacar nada en
limpio. Me pregunté, en cambio, si, al igual que Joan, yo también simularía,
disimularía para desviar la curiosidad. ¿Quién sabe?
Rebobiné y traté de imaginar cómo
habría sido la vida de mis padres en los años anteriores a mi nacimiento. Me
los represento empezando juntos, lado a lado, codo con codo, felices, confiados,
recorriendo un surco de hierba tierna y blanda. Todo es verdor y el entorno es
extenso; no parece haber ninguna prisa. Después, a medida que avanza el curso
normal, cotidiano de la vida, desprovisto de amenazas, el surco se hace más
profundo muy despacio y el verde aparece tachonado de pardo. Un poco más
adelante -una década o dos-, el montón de tierra es más alto a ambos lados y no
pueden ver por encima. Y ahora no hay escapatoria, no hay vuelta atrás. Solo
hay el cielo arriba y muros cada vez más altos de tierra parda que amenaza con sepultarlos.
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