Se cuenta que, en un pequeño pueblo jasídico, se encontraban
los judíos una noche en una fonda miserable, al final del sabbat. Eran todos
vecinos del pueblo, menos uno al que nadie conocía; pobre y andrajoso,
masticaba algo en una esquina oscura al fondo. Los temas de conversación iban
sucediéndose, hasta que a uno se le ocurrió preguntar a los demás qué elegirían
de concedérseles un deseo. Uno pidió dinero, el otro un yerno, el tercero un
nuevo banco de carpintero [ ... ].Todos expresaron sus deseos hasta que no quedó
más que el mendigo en su rincón oscuro. Vacilando y a regañadientes aceptó
revelarlo también él. «Ojalá fuera un poderoso monarca y reinara sobre un vasto
país. Quisiera que, de noche, estando dormido en mi palacio, el enemigo
irrumpiera en mis tierras y, antes del amanecer, sus jinetes llegaran a las
puertas de mi castillo sin encontrar ninguna resistencia, de manera que del
susto me despertaría y, sin tiempo siquiera para vestirme y en camisón, emprendería
la fuga a través de montañas, bosques y ríos, noche y día, sin descanso, hasta
llegar aquí, a este banco en vuestro rincón. Eso es lo que yo desearía.” Los
demás se miraron entre sí, atónitos. “Pero ¿qué ganarías con ese deseo?”, atinó
a preguntar uno. «Un camisón”, fue la respuesta.
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