ADIOS A MADRID
Una vez más, el General Juan
Perón soñó que caminaba hasta la entrada del Polor Sur y que una jauría de
mujeres no lo dejaba pasar. Cuando despertó, tuvo la sensación de no estar en
ningún tiempo. Sabía que era el 20 de junio de 1973, pero eso nada significaba.
Volaba en un avión que había despegado de Madrid al amanecer del día más largo
del año, e iba rumbo a la noche del día más corto, en Buenos Aires. El
horóscopo le vaticinaba una adversidad desconocida. ¿De cuál podría tratarse,
si ya la única que le faltaba vivir era la deseada adversidad de la muerte?
Ni siquiera tenía prisa por
llegar a parte alguna. Estaba bien así, suspendido de sus propios sentimientos.
¿Y eso qué era? ¿Los sentimientos?: nada. Cuando mozo, le dijeron que no sabía
sentir, sino representar los sentimientos. Necesitaba una tristeza o una señal
de compasión, y ya: las pegaba con un alfiler sobre la cara. Su cuerpo vagaba
siempre por otra parte, donde los afanes del corazón no pudieran lastimarlo.
Hasta el lenguaje se le iba tiñendo de palabras ajenas: mozo, de prisa. Nada le
había pertenecido, y él mismo se pertenecía menos que nadie. De un solo hogar
disfrutó en la vida -estos últimos años, en Madrid-, y también acababa de
perderlo.
Levantó la cortina de la
ventanilla y adivinó el mar debajo del avión: es decir, la tierra de ninguna
parte. Arriba, unas hebras amarillas de cielo se desplazaban perezosamente, de
un meridiano a otro. El reloj del General señalaba las cinco, pero allí mismo,
en ese punto móvil del espacio, ninguna hora llegaba a ser verdadera. Su
secretario lo había retenido en la cabina de primera clase, para que se
mantuviera fresco al llegar y la muchedumbre que lo aguardaba
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