El escándalo del siglo, GG Márquez, p. 285
Sin embargo, mi experiencia de
escritor más difícil fue la preparación de El otoño del patriarca. Durante casi
diez años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina,
y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir
se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La
intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad
adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros
negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la
persecución del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había
convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era
tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la República del
Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que
entrara el correo. Antonio López de Santa Anna enterró su propia pierna en
funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo
durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror,
pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal.
Anastasia Somoza García, en Nicaragua, tenía en el patio de su casa un jardín
zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno, estaban las fieras, y en
el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus
enemigos políticos. Martínez, el dictador teósofo de El Salvador, hizo forrar con
papel rojo todo el alumbrado público del país, para combatir una epidemia de
sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de
comer, para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún
existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que
viajó a Londres a buscarla resolvió que era más barato comprar esa estatua
olvidada en un depósito, que mandar hacer una auténtica de Morazán.
En síntesis, los escritores de
América Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la mano en el corazón,
que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y tal vez
nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea
posible.
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