Carvalho, Carlos Zanón, p. 337
La cucharilla da vueltas al café
en la terraza de Guifré. No hay apenas gente sentada, ha refrescado un poco,
pero se presiente que la temperatura aumentará a medida que se cubran las horas
de la mañana y la muchedumbre subirá y bajará por estas Ramblas, de Colón a
Macia, y de Macia a Diagonal. Estamos ya a 16 de agosto, pero todo sigue igual:
las heridas, la frustración, la tribu, el runrún de una sociedad ilusionada, obnubilada
y asustada, estirando unos y otros una goma elástica con el objeto de que se rompa,
algo reviente, que se hagan fotos y que Europa intervenga. Es como si este país
no supiera andar sin que algún militar se sublevara en África cada cierto
tiempo y que se aprovechara una crisis para apretar el botón de salida. La
fascinación por el hombre de orden y por el bandolero existe. Orwell -que es
algo más que una plaza que anda por el Raval- dejó escrito que los catalanes eran
profundamente antifascistas en la misma medida que simpatizantes de lo
totalitario: no cabe disidencia en la tribu, la paranoia del enemigo interior y
exterior. Mucha gente está encontrando una manera sencilla de expiar su
pujolismo y otra su ansia de revancha y sangre. Espero que todo reviente de una
vez, pero que no haya ni un solo muerto. Pero me temo que unos y otros esperan
que los haya para conseguir argumentos en esta tabla de ajedrez. Los generales
de ejércitos en batallas siempre han sido unos asesinos. Lo de héroes, patriotas
y estrategas ya llega cuando las interrupciones para publicidad y se abren las
páginas de los libros de Historia.
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