Serotonina, Michel Houellebecq, p. 181
-¿Vas a divorciarte? -pregunté,
con la mayor calma y con un tono casi de indiferencia.
Él se desplomó literalmente en el
sofá, le serví un vaso grande de vodka, necesitó por lo menos tres minutos para
llevárselo a los labios, hubo un momento incluso en que tuve la sensación de
que se iba a echar a llorar, cosa que habría sido embarazosa. Lo que tenía que
contarme no tenía nada de original, las personas no solo se torturan unas a
otras, sino que se torturan con una absoluta falta de originalidad.
Naturalmente es penoso ver que alguien a quien has amado, con quien has compartido
noches, despertares, quizá enfermedades, preocupaciones por la salud de los
hijos, se transforme en cuestión de días en una especie de vampira, de arpía
cuya avidez financiera no conoce límites; es una experiencia terrible de la que
no te repones nunca del todo, pero quizá sea en cierto sentido saludable, la
travesía de un divorcio es tal vez el único medio eficaz para poner fin al amor
(en la medida, evidentemente, en que se considere que el fin del amor puede ser
algo saludable), si yo, por mi parte, me hubiera casado con Camille antes de
divorciarme de ella, quizá habría conseguido dejar de amarla; y fue justo en
aquel momento, al escuchar el relato de Aymeric, cuando por primera vez, sin
precaución, fabulación ni restricción de ninguna clase, dejé penetrar
directamente en mi conciencia la evidencia penosa, atroz y letal de que todavía
amaba a Camille; aquel cotillón empezaba en verdad mal.
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