Feliz final, Isaac Rosa, p. 304
Porque en toda separación hay
algo de profecía autocumplida: desde el momento de la ruptura, los separados se
van distanciando, se vuelven extraños, tan ajenos e incompatibles que un día
sus hijos se preguntarán cómo fue posible que alguna vez se amasen dos personas
tan opuestas, y entenderán y hasta celebrarán que se separasen a tiempo, vista la
deriva divergente posterior. En toda ruptura dolorosa, la hostilidad que se
desata acaba por justificar la propia ruptura: no solo la hace irreparable, sin
posibilidad de vuelta atrás, sino que trampea causas y consecuencias, hasta que
esa misma hostilidad se convierte en el más contundente argumento para la
separación: mira cómo nos odiamos, lo mejor que pudimos hacer fue separarnos. Cada
vez que Teresa y yo nos gritábamos por teléfono, más justificada quedaba mi
decisión. Cada vez que ella me enviaba mensajes telefónicos acusándome de ser
un egoísta y un monstruo sin sentimientos al que nunca iba a perdonar lo que le
había hecho a ella y sobre todo lo que le había hecho a Germán; cada vez que me
escribía un largo correo más sereno donde decía desear no haberme conocido
nunca y no haber tenido un hijo conmigo, más acertado parecía que nos
hubiésemos separado, y también a ella se lo parecería. Su rechazo a acordar una
custodia compartida y su rigidez con el tiempo de visitas acabarían por
convencer de lo razonable de mi decisión incluso a mi reacia madre, al
principio solidaria con Teresa desde su propia cicatriz de mujer divorciada.
Que llegásemos hasta el juzgado era la prueba definitiva de que no teníamos
futuro juntos, y de que lo más conveniente para Germán, ante la evidencia de
unos progenitores tan cargados de rencor, eran una madre y un padre alistados a
la legión de divorciados que, concentrados en hacer felices a sus vulnerables
hijos, se esfuerzan por demostrar el argumento consolador de que para los hijos
siempre es mejor un buen divorcio que un mal matrimonio.
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