LUCÍA Y YO
Yo era el mayor y, si bien lo
era por muy poco, Lucía no cesaba de recordármelo. Parecía asumir que mi
condición me otorgaba ventajas. Eres el mayor, tú sabrás, decide tú, me decía
en cualquier encrucijada, cuando lo cierto es que solíamos hacer su voluntad. Compartíamos
el recuerdo entablillado de una madre a quien apenas conocimos; vivíamos
rodeados de robles y pinos en una hermosa casa a la que llamábamos la fortaleza
y, aunque no quedaban lejos ni el pueblo donde asistíamos a clase ni el
apeadero del tren que tomaba nuestro padre para desplazarse a la ciudad, nos
complacía sentirnos aparte de todo. De un lado estábamos nosotros, y del otro,
el mundo del cual participaban profesores y compañeros o las sucesivas empleadas
domésticas que ejercían de centinelas. Nuestro padre. ¿Qué lugar le
reservábamos? Difícil determinarlo. Dentro y fuera, si se me permite la indefinición.
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