Feliz final, Isaac Rosa, p. 142
Me hiciste un recuento minucioso
y asombrosamente memorioso de mis despistes y extravíos en más de una década:
el bolso en el metro, la cartera en una cafetería, el teléfono en el
salpicadero del coche provocando que nos rompiesen la ventanilla para robarlo, la
cámara de fotos en la piscina, ropa en armarios de hoteles, equipajes siempre
faltos de algo esencial, prendas delicadas arruinadas en la lavadora, cazos de
leche en el fuego, y muchos otros despistes y extravíos que no habían llegado a
ocurrir porque tú estabas siempre detrás de mí apagando las putas luces,
cerrando los putos grifos, recuperando las putas llaves, la puta cartera y el
puto teléfono, pero también recogiendo los putos restos del desayuno que nunca
limpiaba por la mañana y la puta ropa tirada y los putos pelos taponando el
desagüe, todo ese recuento mezquino y como de monólogo tonto de club de la
comedia sobre la vida en pareja, pero que tú pronunciabas muy en serio porque yo
era un desastre y no podías confiar en mí y era muy difícil vivir conmigo y
durante años había estado incapacitada por la atención exagerada a las niñas,
momento en que yo empecé también a gritar y prefiero no recordar lo que te
dije, lo que nos dijimos. Eso fue solo un mes antes de que Mateo se cruzase en
mi vida. Ese era el monte que solo necesitaba una chispa. Aquella noche, tras
la discusión, me buscaste en la cama y me pediste perdón, perdón, perdón y me
abrazaste y dijiste que habías perdido los nervios porque estabas sometido a
mucha presión, te habían rechazado dos colaboraciones en los últimos días y
creías que era una represalia por tu implicación en la huelga. Estabas además
preocupado por tu madre, que acababa de escapar de su marido y se había
instalado con tu hermana tras pasar dos semanas con nosotros, dos semanas que también
habían sido difíciles, el mal humor que nos vencía cuando algún familiar se
quedaba en casa, agravado por el estado anímico que traía tu madre. Acepté tus
disculpas, te pedí yo también perdón por mis despistes y me comprometí a ser
más cuidadosa, lloré con más desconcierto que tristeza. Esa noche incluso
acepté tu mano bajo la camiseta y tu erección contra mis nalgas y tus besos y
tus te quiero, y follamos como una forma de encomendarnos a viejas reconciliaciones
que ya no funcionaban, como tampoco funcionaba suplir la distancia y los
desencuentros del día con una intimidad nocturna que reparase todo lo
destrozado durante la jornada y nos devolviese intactos a la mañana siguiente.
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