UN COCINERO TARDÍO
Empecé a cocinar tarde. En mi
infancia, el remilgado proteccionismo habitual rodeaba las actividades de las
cabinas electorales, el lecho conyugal y el banco de la iglesia. No advertí la
existencia de un cuarto lugar secreto -secreto, al menos, para los chicos- en
la familia inglesa de clase media: la cocina. De ella salían mi madre y las
comidas -comidas a menudo basadas en la producción del huerto de mi padre-,
pero ni él ni mi hermano ni yo hacíamos preguntas, ni se nos alentaba a
formularlas, sobre el proceso de transformación. Nadie llegaba hasta el extremo
de decir que cocinar era de mariquitas; era tan sólo algo para lo que no
servían los varones domésticos. Las mañanas de colegio mi padre preparaba el
desayuno -gachas recalentadas con jarabe dorado, beicon, una tostada- mientras
sus hijos se dedicaban a lustrarse los zapatos y a las tareas de la cocina- estufa:
rastrillar las cenizas, rellenarla de carbón. Pero estaba claro que la
competencia culinaria masculina se limitaba a estos escarceos matutinos.
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