Chivas y Gonçalves llevaban tanto
tiempo cabalgando que ya no sabian dónde terminaban ellos y dónde empezaban sus
caballos. Cabalgaban dias y noches y otra vez dias y el lugar por donde volaban
sus caballos no era tan importante porque ni siquiera tenía nombre definitivo.
Le cambiaban el nombre todas las mañanas como quien se cambia de ropa. Una
pampa inmensa, apenas importunada por un árbol o dos. Arboles que aún nadie se habla detenido a
catalogar, árboles que desde hacía siglos esperaban sus nombres; y el olor era
el de la tierra recién hecha, vuelta y vuelta.
Sea suficiente afirmar que, si
las desventuras de Chivas y Gonçalves fueran una gran película, una de esas
superproducciones tan de moda en estos tiempos azarosos, el galope compulsivo
de estos dos apenas ocuparla la parte de los titulas. Nada más.
Los que si tenían nombre eran los
cumplidores caballos de Chivas y Gonçalves. El caballo del primero se llamaba
Blanco y, detalle atendible por lo contradictorio, se trataba de un animal
pesado y negro como la noche. El caballo del segundo se llamaba Caballo. Gonçalves
aseguraba que no tenia demasiado sentido
perder el tiempo bautizando a un caballo
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