Qwertyuiop, Ferlosio, p. 564
La anfetamina misma es, ya por sí sola, extremadamente
querenciosa de la soledad. Cuando me encerraba no quería ver a nadie. Un verano
-sería el de 1959-, en que me quedé solo en Madrid, llegué incluso a arrancar
el cable del teléfono. El resto del año, el sistema era así: me quedaba una
media de cuatro días con sus cuatro noches en sesión continua de lecturas y
escrituras gramaticales, con luz eléctrica también de dia, como Monsieur Dupin,
el de «El misterio de Marie Roget”y «Los crímenes de la calle Morgue»; al fin
caía redondo y me dormía profundamente durante veinticuatro o más horas, salvo
uno o dos brevísimos despertares para comer y beber y con una maravillosa
bajada de tensión. Después cogía a mi niña -que en 1960 cumplió los cuatro
años- y me pasaba con ella cuatro o cinco dias sin interrupción; íbamos a los
parques y a visitar museos: de El Prado, le gustaba sobre todo El Bosco,
porque, como ella decía, «tiene mucho», y La laguna Estigia de Patinir. Pero El
triunfo de la muerte, de Brueghel el Viejo, se volvería su favorito. Yo no
quería enseñárselo, por esa tontería de los padres de evitar a nuestros hijos
pequeños la visión de la muerte (la educación del príncipe Gauthama), y me la
llevaba disimuladamente hacia el que estaba al lado, haciendo rincón con él: El
carro de heno. Pero ella era tan atenta y difícil de engañar que, a la segunda,
me cazó. Y El triunfo de la muerte se hizo su cuadro favorito para siempre.
Esta reproducción que tengo ante los ojos, ahí colgada en la pared, era de
ella.
Nunca me lo he pasado mejor que aquellos quince años -de
1957 a 1972- de gramática, casi en exclusiva, y de mayor furor grafomaníaco.
Hacia 1961 me inscribí en el Ateneo, y allí iba, en los cuatro o cinco días de
sesión, desde las nueve de la mañana hasta la una de la noche, para seguir
después en casa. Allí intimé con José Antonio Llardent, al que ya conocía algo
de antes; cada tres o cuatro horas bajábamos un ratito al bar a recargar café
(dicen que antes de la guerra la dirección del Ateneo mandó rebajarles el cale
a los intelectuales, para que no pensaran tanto); poco después empezaron a
sentarse con Llardent y conmigo unos cuantos muchachos más jóvenes, entre los
cuales estaba Demetria Chamorro, de la que me enamoré -aunque ella no lo sabría
hasta más de dos años después- y con la que hoy estoy casado.
En 1970 me marché de la casa de Carmen Martín Gaite y
alquilé un piso.
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