El señor Baker, primer oficial
del barco Narcissus, franqueó de una zancada el umbral de su camarote iluminado
y se encontró en la oscuridad del alcázar. Sobre su cabeza, en el frontón de la
toldilla, el sereno tocó dos campanadas. Eran las nueve. El señor Baker,
hablando desde abajo, preguntó:
-¿Todo el mundo a bordo, Knowles?
El hombre bajó rengueando la
escalera, luego dijo reflexivamente: -Me parece que sí, señor. Todos los
antiguos ya han venido y muchos de los nuevos también ... Deben de estar todos.
-Dile al contramaestre que envíe a todos a popa –continuó el señor Baker-; y
hazme traer una buena lámpara. Voy a pasar lista a nuestra gente.
En la cubierta mayor había gran
oscuridad en popa, pero poco más allá, por las puertas abiertas del castillo de
proa, dos franjas de viva luz rasgaban las tinieblas de la noche tranquila que
envolvía el navío. Se oía allí un zumbido de voces, en tanto que a babor y
estribor, en el rectángulo luminoso de las puertas, siluetas móviles aparecían
un instante, negrísimas, sin relieve, como figuras recortadas en hojalata. El
barco estaba a son de mar. El carpintero había encajado la última cuña que
condenaba la escotilla mayor, y tirando su maza se había enjugado la frente con
lentitud ceremoniosa, al darse el toque de las cinco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario