Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

EL TRIUNFO DE LA MUERTE


Qwertyuiop, Ferlosio, p. 515
Ya la Ilíada, a través del pasaje en el que Héctor, recriminando a Paris por su cobardía, lo llama despectivamente “el más guapo de todos, mujeriego, seductor”, nos muestra no sólo que los helenos no dejaban de percibir la otra belleza -la de París, o sea la del cuerpo del ocio y el amor-, sino también que la perfección del cuerpo instrumental formaba parte de una ética. Y si la «ascética» del gimnasta respondía a la idea de que el que ha de lograr la victoria tiene que acendrarse infligiéndose a sí mismo, y aguantándolo, todo lo que podría infligirle un supuesto vencedor, podemos concluir que esa ética remite a la “ética de la dominación”. En «La libertad del hombre virtuoso», Filón emplea muchas veces la comparación con el atleta o luchador, en cuya capacidad para la automortificación y para el dominio de sí mismo en el aguante del esfuerzo y del dolor quiere ilustrar lo que para él sería propio de todas las virtudes; y en «La creación del mundo” recoge la expresión estoica “to hegemonikón” ('lo que manda', 'lo que domina'), para caracterizar "el lógos», la parte racional del alma. De modo que “da razón” es (y yo sospecho que sólo eso hubo de ser originariamente) la unidad de mando, el capitán que tiene que doblegar y someter a latigazos a toda la despreciable chusma amotinada de las pasiones del alma y los apetitos de la carne, hasta ponerlos al servicio de sus fines. «Racional» sería aquello que alcanza sus designios. Y para el cristiano la racionalidad del sufrimiento, de la automortificación y del dominio de sí mismo en la represión de las pasiones y los apetitos, “desordenados” por definición, se referirá al designio de la salvación. A través de esta recuperación helénica el cristianismo convertirá en virtudes aquellas capacidades funcionales del cuerpo instrumental que tenían su fundamento en una ética de la dominación. Nada de extraño, así pues, en que Clemente Romano diese el paso, algo más que simbólico, de poner a las legiones imperiales por modelo de disciplina a imitar por los cristianos; coronando de este modo la violentada hibridación alejandrina entre filosofía y religión, ya todo se veía volver y reintegrarse y perpetuarse a mayor gloria de la dominación. Cuando, inflamado en la fe de Cristo resucitado, exclamaba «¿Dónde está, muerte, tu victoria?, ¿dónde está, muerte, tu aguijón”, ¿quién iba a decide a Pablo cómo todo, y en gran parte por su culpa, sería devuelto en medida doblada al príncipe de este mundo y a la dominación hasta el extremo de que una de las más veraces y admirables obras del arte cristiano sería un cuadro titulado El triunfo de la muerte?

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