Qwertyuiop, Ferlosio, p 517
Aceptar las catástrofes naturales
resulta una minucia, equivalente a disculpar un simple «defecto de fábrica» en
la magna empresa total de la Creación, al lado de lo que es consentir una
monstruosidad como la del Infierno, expresamente diseñado por Dios para
vengarse de los hombres. De los tres africanos, Tertuliano, Lactancia y
Agustín, los dos primeros dan toda la impresión de interpretar la “resurrección
de la carne” desde el punto de vista de una disposición adoptada por el
Omnipotente pensando, no ya en los bienaventurados, sino en los condenados,
pues los dos se preocupan sobre todo de explicar cómo es posible y necesario
que haya un cuerpo incombustible y un fuego inextinguible. Baste con esta cita
de Lactancio: «Se revestirán de nuevo de la carne, para expiar sus crímenes en
los cuerpos; y sin embargo, esa carne que va a poner de nuevo Dios sobre el
hombre no es semejante a la carne terrenal, sino que es una carne indisoluble y
eterna, para que pueda ser eternamente pasto de los tormentos y el fuego; fuego
cuya naturaleza es distinta de la del que nosotros usamos en esta vida, que se
extingue si no es alimentado con más leña» (Instituciones divinas, libro VII,
capítulo 21, 3). Por su parte, el Santo Obispo de Hipona parece, en cambio, más
interesado en la defensa de la eternidad en sí misma que de los tormentos del
Infierno, y explícitamente contra Orígenes, al que tacha de «impíamente
misericordioso» por su doctrina (formulada unos ciento cincuenta años antes y
ya repetidamente condenada, como consigna el propio Agustín) de la
apokatástasis, término que designaba la teoría origeniana según la cual toda la
Creación, todas las criaturas, serían al final rescatadas y devueltas al Bien
originario, y que en su versión extrema incluía al propio Satanás, que también,
aunque fuese el último de todos, iría a reunirse con los santos en la Eterna Bienaventuranza.
Esto era para Agustín absolutamente inaceptable, probablemente intuyendo que,
en buena lógica, si las penas del Infierno tenían fin, aunque su duración
hubiese de medirse en eras geológicas, la diferencia entre Dios y Satanás quedaría
reducida a lo cuantitativo, y sólo la infinitud permitía saltar al absoluto de
un abismo cualitativamente irreductible. Añadía, por fin, otro par de detalles:
1) que mientras que a los condenados la «resurrección de la carne» les
conservaba toda la sensibilidad corporal para que pudiesen padecer los
tormentos del Infierno, a los bienaventurados
no se les conservaba, correlativamente, la sensibilidad corporal para el
placer, sino que se les borraba de raíz cualquier residuo de concupiscencia; 2)
que, mientras que Tertuliano afirma que los bienaventurados gozarían contemplando
los sufrimientos de los réprobos, Agustín tiene con los primeros la delicadeza
de evitarles el ver, oír y oler, con sus sentidos fisicos reencarnados, el «desagradable
espectáculo>>, suprimiendo, como los pueblos civilizados, el carácter público
de la ejecución eterna y especificando que recibirían “por ciencia” –como quien
hoy dijese “por la prensa”- puntual noticia de ella.
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