El joven se puso el albornoz,
cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador
mojado y resbaladizo y se lo acomodó
bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta
el hotel. En el primer nivel de la planta baja del hotel-que los bañistas
debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una
mujer con la nariz cubierta de pomada.
-Veo que me está mirando los pies
-dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando
los pies
-Perdone, pero casualmente estaba
mírando el suelo -dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies,
dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto
disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo
rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas,
la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente
normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos –dijo el joven-.
Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación
del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó
por el pasillo y abrió la puerta 507. La habitación olía a maletas nuevas de
piel de ternera y a quitaesmalte de uñas. Echó una ojeada a la chica que dormia
en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y
extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una
Ortgies calibre 7, 65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó
el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con
la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
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