Entre paréntesis, Roberto Bolaño. p. 198
Son incontables los suicidios
literarios y algunos conservan aún hoy el resplandor original, el aura de
leyenda, el estallido o la implosión que tanto asustó a sus contemporáneos, a aquellos
que vivieron el suicidio de cerca, pues el suicida era un amigo o el maestro o
un colega al que sólo en ese momento prestaron atención. El suicidio de Gabriel
Ferrater, uno de los mejores poetas catalanes de la segunda mitad del siglo XX,
se encuadra en la categoría de los suicidios cerebrales o concienzudamente
premeditados, sin que ello quiera decir, en modo alguno, que Ferrater se pasara
la vida acariciando su propio suicidio, de la misma forma que otros poetas
acarician su hipertrofiado ego. Al contrario, parece ser que a los veintitantos
años, más cerca de los treinta que de los veinte, Ferrater deciclió suicidarse
y eligió el año 1972, un año, visto así, tan vulgar como cualquier otro, con la
única salvedad de que aquel año él cumpliría cincuenta, una cifra y una edad redondas. Vivir
más allá de los cincuenta años, consideró, era, más que una pérdida de tiempo, una
claudicación a los bochornos de la edad.
Después ya no pensó más en ello,
aunque es probable que en alguna juerga lo comentara con aquellos poetas
jóvenes que tanto lo querían, como Barral y Gil de Biedma. Mientras llegaba
aquella fecha fatídica, pero aún lejanísima, se dedicó en cuerpo y alma a leer,
a traducir (Kafka, Chomsky), a follar, a beber, a viajar, a visitar museos, a
atravesar en moto Barcelona, de arriba abajo, con litros de whisky en la
sangre, a cultivar la amistad, a enamorarse de mujeres extrañísimas. Las fotos que
tenemos de él nos muestran a un tipo en general bien parecido, a veces con un
aire de actor de cine, el pelo blanco, gafas negras, suéter de cuello alto, las
facciones duras e inteligentes, los labios con una ligera -y más que
suficiente- inclinación sardónica, unos labios que debieron de ser temidos en
su época. Cuando por fin llegó el año 1972 y a los cincuenta años de su vida,
en Sant Cugat del Valles, un pueblito cercano a Barcelona, cumplió su destino y
se suicidó. A nadie le pareció anormal.
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