Entrevistas breves con hombres repulsivos, DFW, p. 113-114
-Ese ruido de algo blando que cae.
El susurro suave del papel. Los pequeños gruñidos involuntarios. La imagen
singular de un anciano ante el inodoro de pared, la manera en que se coloca
allí, asienta los pies, apunta y deja escapar un suspiro intemporal del que uno
sabe que no es consciente.
Aquel era su ambiente. Estaba
allí seis días por semana. Los sábados doblaba el turno. Esa sensación
irritante que produce la orina mezclada con el agua. El susurro invisible de
los periódicos sobre los muslos desnudos. Los olores.
P.
-En un hotel histórico de los más
lujosos de todo el estado. Con el vestíbulo más opulento y los lavabos de
caballeros más lujosos que había de costa a costa, eso seguro. Y llevaba en ese
puesto desde mil novecientos sesenta y nueve. Con mobiliario rococó y pilas
festoneadas. Un sitio opulento y lleno de ecos. Un lavabo opulento y lleno de
ecos para hombres de negocios, hombres importantes, de esos que van a sitios y
se reúnen con gente. Y los olores. No preguntes por los olores. Lo distintos que
son los olores de algunos hombres y la semejanza entre los olores de todos los
hombres. Todos los sonidos amplificados por los azulejos y la piedra
florentina. Los gemidos de los enfermos de próstata. El susurro de las pilas.
Los esputos rugientes de flema profunda, el chapoteo al chocar con la
porcelana. El ruido de los zapatos caros sobre el suelo de dolomita. Los ruidos
de tripas a la altura de las ingles. Los reventones infernales de gases y el
ruido de la materia al caer en el agua. Medio atomizada por las presiones
ejercidas sobre ella. En estado sólido, liquido y gaseoso. Todos los olores.
Los olores corno entorno. Todo el día. Nueve horas al día. Pasar todo el día
alü de pie, de buen talante y vestido de blanco. Todos los ruidos amplificados,
reverberando ligeramente. Hombres entrando y saliendo. Ocho retretes, seis
inodoros de pared y dieciséis pilas. Haz cuentas. ¿En qué estaban pensando?
P.: ...
-Allí estaba él de pie. En el
centro de todos los ruidos. Donde antes estaba el puesto del limpiabotas. En el
espacio artesonado entre el final de los lavamanos y el principio de los retretes.
Aquel era el espacio pensado para que él permaneciera de pie. El vórtice. Justo
aliado del marco alargado del espejo, junto a las pilas: un lavamanos continuo
de mármol florentino, con dieciséis pilas festoneadas, hojas de oro laminado alrededor
del mobiliario y espejo de espléndido cristal danés. Frente al cual los hombres
de buena posición se sacaban cuerpos extraños del rabillo y de los lagrimales
de los ojos, se apretaban los poros infectados, se sonaban las narices sobre
las pilas y se marchaban sin lavarse las manos. Ahí estaba él todo el día con
sus toallas y sus estuches de material de aseo de tamaño unipersonal. Un vago
aroma balsámico en el susurro de los tres conductos de ventilación. La trinodia
de los tres respiraderos solamente se oía cuando los lavabos estaban vacíos.
Cuando estaban vacíos, él también estaba allí. Aquel era el oficio de mi padre
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