ERA a principios de noviembre, la calle todavía estaba oscura
aunque había terminado la noche, pero el viento, ante la sorpresa del tendero,
ya arañaba. Le pegó con el mandil en la cara cuando se agachó a recoger las dos
cajas de botellas de leche junto al bordillo. Morris Bober arrastró las pesadas
cajas, jadeando por el esfuerzo hasta la puerta. Había una bolsa de papel llena
de panecillos en el umbral, y a su lado estaba, encogida, la mal encarada polaca
de pelo canoso que esperaba uno.
- ¿Qué pasa? Ya es muy tarde.
- Las seis y diez -replicó el tendero.
-Hace frío -se quejó la mujer.
El tendero abrió con la llave y la dejó pasar. Normalmente, arrastraba
la leche hasta dentro y encendía los radiadores de gas, pero la polaca estaba
impaciente. Morris vació la bolsa de panecillos en una cesta de alambre sobre
el mostrador y escogió uno sin semillas para ella. Lo partió por el medio y lo
envolvió en el papel blanco de la tienda. Ella se lo metió en el capazo de la compra
y dejó tres centavos sobre el mostrador. Morris marcó la venta en la vieja y
ruidosa máquina registradora, alisó la bolsa en que habían venido los
panecillos y la guardó. Acabó de meter la leche y después colocó las botellas
en la parte baja de la nevera. Tras encender el radiador de gas, se metió en la
trastienda para encender el de allí.
Hizo café en la cafetera negra esmaltada y se lo bebió a
sorbitos al tiempo que mordisqueaba un panecillo, sin saborear lo que comía.
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