Billy Budd, Hermann Melville
En una lista de definiciones
incluida en la auténtica traducción de Platón, una lista a él atribuida, se
puede leer: “Depravación natural: depravación conforme a naturaleza”. Se trata
de una definición que, aunque con cierto sabor calvinista, de ningún modo
extiende el dogma de Calvino a toda la humanidad. Evidentemente, sólo se entiende
aplicable a seres humanos aislados. El patíbulo y la cárcel ofrecen pocos
ejemplos de este tipo de depravación. En todo caso, para encontrar ejemplos
notables, dado que se trata de personas que carecen de la aleación vulgar del
bruto y que disponen, invariablemente, de una actitud intelectual, hay que ir a
otra parte. La civilización, especialmente cuando es del tipo austero, resulta
propicia para la depravación. En ese ambiente, ésta se cubre a sí misma con el
manto de la respetabilidad; también puede servirse de ciertas virtudes
negativas como sus silenciosos auxiliares; la depravación no permite que el
vino la haga salir de sí misma; se puede decir que no posee vicios y que no
comete ni siquiera pequeños pecados, pues posee un orgullo fenomenal que los
excluye. Jamás es codiciosa ni avara. Brevemente, la depravación a la que nos
referimos aquí no tiene nada de sórdido o de sensual. Es seria, pero está libre
de amargura. Aunque no adula a la humanidad, tampoco habla mal de ella.
Pero la señal que nos ayuda a
reconocer, en casos excepcionales, un temperamento tan notable es la siguiente:
aunque un hombre así puede aparecer con un carácter discreto y mesurado, acorde
con las leyes de la razón, sin embargo, en lo más profundo de su alma, lucha
contra esas leyes y trata de liberarse de su dominio, niega todo vínculo con
ellas y sólo las escucha cuando las puede utilizar o necesitar para realizar lo
más irracional; es decir, que para alcanzar su objetivo, cuya perversidad y
malignidad traicionarían la mente de un loco, aplica un método frío, juicioso y
sagaz. Esos hombres son dementes, y de los más peligrosos, ya que su locura no
es continua, sino ocasional, surge de un objeto especial; permanece secreta y
protegida, lo que significa que se autocontrola, de tal modo que cuando está
más activa, una persona normal sería incapaz de distinguirla de la cordura, por
la razón anteriormente sugerida:
cualesquiera que sean sus fines -que jamás se declaran-, el método y la
ejecución son siempre perfectamente racionales.
Algo así era Claggart, en quien
se encontraba la propensión de una naturaleza pérfida, no engendrada por el
vicio, ni por libros corruptores o por experiencias licenciosas, sino nacida
con él, innata, en pocas palabras, «una depravación conforme a naturaleza».
Oscuras palabras, diría alguien.
Pero, ¿por qué? ¿Quizá porque recuerdan a la Sagrada Escritura, en su expresión
“misterio de iniquidad”? Si es así, esta coincidencia ha sido completamente
involuntaria, ya que no favorecerá a estas páginas ante más de un lector de
hoy. La necesidad de aclarar la naturaleza oculta del maestro de armas ha hecho
indispensable este capítulo. Después de una o dos indicaciones más acerca del
suceso en el comedor, el relato, en lo sucesivo, tendrá que defender como pueda
su propia credibilidad.
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