Mac y su contratiempoo, EVM, p. 218-219
Lo que veo con la mayor claridad
es la necesidad absoluta, en caso de que algún día me decidiera a reescribirlo,
de conservar intacta en mi cuento la escena en la que Sánchez nos presenta el duelo
de muecas entre padre e hijo. Y con esa misma claridad creo ver también la
necesidad de añadirle a esa escena de las muecas una serie de notas -una por
mueca- a pie de página, en el más puro estilo David Foster Wallace: notas que
crearían un creativo gran contraste entre dos estilos fuertes (Schweblin y
DFW), sin duda tan alejados uno del otro; notas de las que podría salir todo un
huracán.
No es algo que pueda precisamente
ocultarme a mí mismo: adoro ese descomunal e insensato extravío sin límites de
las notas a pie de página tan obsesivas del escritor norteamericano. En ellas
encuentro siempre, totalmente incontenible, una especie de turbador impulso por
escribir sin detenerse, escribir hasta anotarlo todo, y convertir al mundo en
un gran comentario perpetuo, sin una página final.
Por eso, parodiaría encantado o
rendiría culto al tono recalcitrante de esas notas y lo haría a través de
varias largas notas a pie de página que conectarían directamente con el duelo
de muecas entre Walter y su hijo y a la vez con un episodio real de la historia
de la literatura polaca: los combates de mímicas exageradas que en el invierno de
1942, en la Varsovia ocupada por los nazis, tuvieron lugar tanto en la casa de
Stanislaw Witkiewicz como en la de Bruno Schulz.
Por lo visto -lo contó Jan Kott-,
era frecuente ver en uno y otro lugar, en las habitaciones o en los pasillos de
esas casas de Varsovia, a dos personas frente a frente, en posición de combate
o ya en plena lucha, siempre peleando en busca de la destrucción completa del
adversario, es decir, siempre trabajando para lograr una carota tan
espeluznante que ya no pudiera existir ninguna otra contramueca superior por
parte del adversario.
Según Kott, no disponían de mejor
ping-pong que sus propias caras: «Aún recuerdo el día en que, habiendo oído
extraños ruidos procedentes de un cuarto cerrado, abrí la puerta y me encontré
a dos genios de la literatura polaca arrodillados uno frente al otro; golpeaban
con sus cabezas el suelo y luego, tras un sonoro a la una, a las dos, a las
tres, las levantaban de forma fulminante y pasaban a mostrar las muecas más
terribles que he visto en mi vida. Eran
muecas extremas que no cesaban hasta la destrucción total del enemigo».
Mis largas notas a pie de página
-duelo de muecas entre el estilo rioplatense de Schweblin y el estilo anchuroso
de Foster Wallace- se extenderían lo que fuera preciso, aun cuando
evidentemente la estructura de la novela de mi vecino no quedaría ilesa…
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