Mac y su contratiempo, E.Vila-Matas, p. 166-167
Y allí Walter tiene la impresión
de que, aun cuando haya podido parecerle al principio lo contrario, Claramunt
está dispuesto a colaborar para que él pueda llegar a saber por qué le admira. Y
así es. De pronto su maestro tiene una intuición y se deja llevar por ella y da
paso a una letanía -como si fuera un rezo- de sus actividades a lo largo del
día:
-Me despierto a las ocho, doy un
salto ritual a la bañera llena de agua fría, en invierno sólo unos minutos, en primavera
más tiempo. Eso ahuyenta el sueño. Canto mientras me afeito, no melódicamente,
pues el sentido de la música sólo despierta en mí raras veces, pero sí canto feliz,
eso siempre. Paseo por las afueras del pueblo, en dirección contraria a donde
ahora estamos. Luego regreso a casa, desayuno leche y miel y tostadas. Al mediodía
compruebo que no hay correo, en realidad nunca me llega una carta, ni una
miserable señal de que existen los otros. Al principio creía que era Durán, el
cartero, el que retenía esas cartas porque me odiaba. Pero pronto tuve que
rendirme a la evidencia de que me odiaba la humanidad, no sólo Durán. Comida,
que me sirve la señora Carlina, y siesta. Por la tarde, imagino que ante mi
casa hay un tilo centenario y a veces escucho en vinilo a los Beatles. Muy de
tanto en tanto, aun sabiendo que me temen, bajo por la noche al pueblo y le
cuento a la gente de Dorm fragmentos de mi vida de ventrílocuo.
A Walter estas palabras le
iluminan, porque comprende dónde reside la maestría de Claramunt. María llevaba
toda la razón cuando le dijo que tal vez la maestría de Claramunt radicara en
algo muy simple y sencillo, en algo que estaba totalmente a la vista.
«Comprendí que hubiera dejado el
arte. Su mejor obra era su horario», escribe entonces Walter. Claramunt era un
maestro en la ocupación inteligente del tiempo. Un ejemplo de que fuera de la
ventriloquía había vida.
«Recuerdo el fulgor de aquel
instante que precedió al eclipse. Pasó un cuervo y fue como si un muro se
hubiera derrumbado, y experimenté la sensación de que Claramunt y yo nos
entendíamos en una zona que iba más allá de nuestro encuentro y de esta vida.
Leía en mi pensamiento y se había dado cuenta de que a mí me sucedía lo mismo con
el suyo. Y, suponiendo que no fuera así, todo llevaba a creer que, de todos
modos, ambos estábamos de acuerdo en que no sólo nos encontrábamos fuera de
Dorm, sino ya lejos de la noche estrellada que abarca el mundo.»
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