Mac y su contratiempo, E. Vila-Matas, p. 209-210
Todavía noqueado por lo de ayer,
tambaleante, vencido, con paso errante, al caer la tarde, he llevado al sastre del
barrio unos pantalones que compré el año pasado y que ya apenas me puedo abrochar.
Por el camino, a pesar de mis
cuatro kilos de más, me sentía tan frágil que estaba seguro de que cualquier
golpe de viento me podía derribar.
El sastre ha sido amabilísimo,
pero tiene un único probador en su pequeña tienda y en él le ha dado por colocar
no uno, sino dos espejos de pie y un taburete mínimo para poder sentarse. El
espacio es enormemente angosto, como una tumba. Angustiado tras la cortina, he estado
a punto de perder el equilibrio y caerme y destrozar uno o los dos espejos.
Luego he tenido miedo de morirme en el momento mismo en el que intentaba
introducir un pie a través de la estrecha pernera del pantalón. Y poco después,
superado el miedo a perder el equilibrio justo en el momento de morirme, todo
ha ido aún a peor: me he sentido muy solo y, además, durante unos segundos no
me he visto en el espejo.
Ha seguido un sudor frío y la
comprobación de que estaba vivo. Qué suerte la mía. Al regresar a casa, me he acordado
de una historia oída hace tiempo, la de una mujer que abandonó al marido para
irse con otro. Y el marido colocó una estatua de ella desnuda en el jardín de
un amigo. ¿«Venganza renacentista» o simplemente la regaló porque ya no tenía
valor para él?
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