Entrevistas breves con hombres compulsivos, DFWallace, p. 133
Cuando noto que es el momento
adecuado (sentados en la otomana, cómodos, con bebidas, a lo mejor escuchando
algo de Ligeti en el equipo de música) le digo, sin ningún preámbulo
discernible y aparentemente sin venir a cuento: «¿Te apetece que te ate?». Esas
cinco palabras. Sin más. Algunas me rechazan en ese momento. Pero son un
porcentaje pequeño. Muy pequeño. A lo mejor asombrosamente pequeño. Siempre sé
lo que va a pasar en el momento de preguntarlo. Casi siempre lo puedo
distinguir. No sabría explicar cómo. Siempre hay un momento de silencio total,
tenso. Ya sabes, por supuesto, que los silencios sociales tienen texturas
distintas, y que esas texturas comunican muchas cosas. Ese silencio tiene lugar
con independencia del hecho de que vaya a ser rechazado o no, de que me haya
equivocado o no sobre la [flexión de los dedos levantados para indicar
comillas] gallina. Tanto ese silencio como la tensión son una reacción
perfectamente natural ante un cambio
semejante en la textura de una conversación hasta entonces casual. Y hace que
de golpe lleguen a su ápice todas las tensiones románticas, las señales y el
lenguaje corporal de las tres primeras citas. Las citas iniciales siempre son fantásticamente
ricas desde un punto de vista psicológico. Sin duda lo sabes. Están llenas de
ritos de cortejo, de calibraciones mutuas, de tanteos. Después de que yo les
haga la pregunta. siempre hay ese silencio de ocho pasos. Tienen que [flexión
de dedos] asimilar la pregunta. Esta expresión la usaba mi madre, por cierto.
Eso de [flexión de dedos] asimilar, y resulta. ser una descripción casi
perfecta de lo que ocurre.
P.
--Vivita y coleando. Vive con mi
hermana, el marido de esta y sus dos niños. Rebosante de vitalidad. Y no ...
Puedes estar segura de que no me engaño a mí mismo pensando que el porcentaje
tan pequeño de rechazos se debe a ningún encanto irresistible que yo tenga. Esa
clase de actividades no funcionan así. De hecho, esa es una de las razones por
las que planteo la invitación de una forma tan aventurada y en apariencia tosca.
Renuncio a todo intento de seducción o de persuasión. Porque sé perfectamente
que su reacción a la propuesta depende de factores internos a ellas. Algunas
quieren cooperar y unas pocas no quieren. Y se acabó. El único [flexión de
dedos] talento real que tengo es la capacidad de tantearlas, de separarlas, de
forma que. . . De forma que para cuando llega la tercera cita la mayoría son,
por decirlo así [flexión de dedos] gallinas y no [flexión de dedos] gallos. Uso
estas figuras retóricas del mundo avícola como metáforas, de ningún modo para
caracterizar a los sujetos, sino más bien para hacer énfasis en mi capacidad
inexplicable para saber, de forma intuitiva, ya en la tercera cita, si ellas
están, por decirlo de algún modo [f. d.] maduras para mi proposición. De
atarlas. Y se lo digo tal cual. No lo disfrazo ni intento que parezca en
absoluto más [f.d. prolongada] romántico
ni exótico de lo que es. Y en cuanto a las que me rechazan ... las que me
rechazan casi nunca son hostiles, casi nunca, y solamente lo son cuando el
sujeto en cuestión realmente desea cooperar en el juego pero sufre un conflicto
o no está emocionalmente equipado para aceptar su deseo, de forma que tiene que
usar la hostilidad hacia la proposición como un medio de asegurarse a sí misma
de que no existe semejante deseo ni semejante afinidad.
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