David media metro ochentainueve y
en sus días buenos pesaba noventa kilos. Tenía ojos oscuros, voz suave, barbilla
de cavernícola, una boca agradable, de labios torneados, que era su mejor
rasgo. Se movía con los andares de un exatleta, con un vaivén que le subía de
los talones, como si cualquier acto físico le resultara un placer. Escribía con
los ojos y una voz que parecía condensar las vidas de todas las personas
-aquello que se piensa a medias, la acción de fondo percibida entre pestañeos
en el supermercado y en el transporte público- y los lectores se acurrucaban en
los recovecos y claros de su estilo. Su vida fue un mapa que acabó en el
destino equivocado. Fue un alumno sobresaliente en el instituto, jugó al
fútbol, al tenis, escribió una tesis filosófica y una novela antes de
licenciarse en Amherst, fue a la escuela de escritura, publicó la novela, dejó
una estela de editores chillones, maltrechos y lesionados, y los escritores
cayeron rendidos a sus pies . Publicó una novela de mil páginas, recibió el
único premio de este país destinado a los genios, escribió ensayos que
transmitían mejor que nada lo que significa estar vivo en la actualidad, aceptó
un puesto especial para dar clases de escritura en California, se casó, publicó
otro libro y se ahorcó a los cuarenta y seis años.
El suicidio es un final tan
impactante, que su eco llega hasta el inicio y lo desbarata.
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