En los tiempos anteriores a los
barcos de vapor, o quizás entonces con más frecuencia que ahora, cualquiera que
vagara por alguno de los grandes puertos de mar podía ver requerida su atención
por un grupo de marineros bronceados, tripulantes de barcos de guerra o de
barcos mercantes, que habían bajado a tierra de permiso y disfrutaban de su
libertad. En algunos casos flanqueaban, o rodeaban completamente como
guardaespaldas, a un tipo superior de su misma clase, moviéndose con él como
Aldebarán entre los astros menores de su constelación. El sujeto así designado era el «marinero bonito»
de aquella época menos prosaica, tanto para la flota militar como para la
mercante. Sin la más mínima muestra de vanagloria, más bien con la naturalidad
y falta de afectación que proporciona la realeza de nacimiento, paree! a
aceptar el espontáneo homenaje de sus camaradas .
Recuerdo ahora un caso bastante
notable. En Liverpool, hace alrededor de medio siglo, vi a la sombra del gran
muro sucio de la calle Prince's Dock (un estorbo eliminado hace tiempo) a un
simple marinero tan intensamente negro que debía de ser un africano nativo por
cuyas venas corría, pura, la sangre de Cam, y cuya bien proporcionada figura
superaba con mucho la talla media . Los extremos de un pañuelo de seda de
colores alegres, echado con descuido alrededor
del cuello, se balanceaban sobre su pecho de ébano; de sus orejas colgaban grandes
aros de oro, y un gorro escocés con una cinta de tartán cubría su cabeza bien
formada. Era un mediodía de julio caluroso; y su rostro, brillante por el
sudor, resplandecía de salvaje buen humor. Dando saltos joviales a derecha e
izquierda, mostrando sus dientes blancos refulgentes, avanzaba convertido en el
centro de sus camaradas de barco. Entre ellos había tal muestrario de tribus y
complexiones que podrían haber sido presentados por Anarcharsis ante la primera Asamblea francesa de
Representantes de la Raza Humana.
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