Billy Budd, Herman Melville
La envidia y la antipatía, por
más que sean pasiones irreconciliables para la razón, pueden nacer, sin
embargo, en el mismo parto, como hermanas siamesas. Entonces, ¿es la envidia un
monstruo semejante? Bueno, aunque muchos acusados se han confesado culpables de
haber cometido acciones horribles para rebajar así la condena, ¿ha confesado
alguien alguna vez, seriamente, haber sentido envidia? Parece como si en este
sentimiento universal hubiera algo más vergonzoso que en el crimen más infame.
Y no sólo todo el mundo rechaza la envidia, sino que las personas de mejor
índole se muestran incrédulas cuando se imputa seriamente a un hombre
inteligente la condición de envidioso. Pero como su asiento está en el corazón
y no en la cabeza, no hay grado de
inteligencia que suponga una garantía contra ella. No obstante, la envidia de Claggart
no era una vulgar pasión, ni, al dirigirse contra Billy Budd, se asemejaba a
los terribles celos aprensivos que distorsionaban el rostro de Saúl cada vez
que pensaba en el joven y bello David. La envidia de Claggart tenía raíces más
hondas. Si miraba con resentimiento la
buena apariencia, la salud y la alegría de vivir en el joven Billy Budd, era
porque esas características estaban en consonancia con una naturaleza que como
Claggart sabía instintivamente, carecía
en su simplicidad de malicia y nunca había experimentado la mordedura
reaccionaria de esa serpiente Para él el espíritu de Billy, que asomaba por las
ventanas de sus ojos azules, esa inefabilidad era a que causaba su sonrisa, la
que daba agilidad a sus miembros y danzaba en su pelo rubio convirtiéndolo en
el “marinero bonito”.
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