Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

SACRA CONVERSAZIONE

La mecanógrafa de Henry James, p. 216
En noviembre la señora Wharton pasó casi dos semanas en Lamb House, como preámbulo a lo que el señor James llamaba «El descenso del Ángel de la Destrucción sobre las islas británicas». Frieda lo lamentaba por el señor James, pues sabía que aquel verano había tenido más invitados de la cuenta, sobre todo en el que había sido su peor año, económicamente hablando, de los últimos veinticinco. Sin embargo, el escritor estaba encantado con la visita.
Frieda se decía para sus adentros que el señor James debía considerar que la extravagante, generosa y agotadora señora Wharton tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Pese a que le aportaba, sin coste alguno, la emoción de volar por el campo en su enorme automóvil, la dama estaba acostumbrada a comer bien, y lo consideraba uno de los requisitos indispensables de la vida, como envolverse en pieles de animales menos afortunados que ella.
Por ese motivo, a Frieda le dolía presenciar los esfuerzos del señor James por adornar, con escaso éxito, sus platos relativamente modestos para adaptarlos al sofisticado paladar neoyorquino de su invitada. Se produjo una escena especialmente lamentable cuando sirvieron para almorzar un pastel de carne y riñones que ya se había presentado la noche anterior en la cena. Su falta de atractivo había provocado que volviese a la cocina casi intacto, y la frugal señora Paddington, tras un somero intento de reparar el tímido expolio, lo había sacado de nuevo a la hora del almuerzo.
El señor James observó, impertérrito, la repartición en gruesas porciones del desairado pastel, pero la señora Wharton no pudo aguantar por más tiempo su indignación ante tal ineptitud.
-Francamente, mi querido Henry, ¿no hemos soportado ya antes este pastel de carne en concreto? Creo que reconozco el mismo riñón que tuve en mi plato anoche y que envié de vuelta a la cocina. Tiene una forma muy peculiar.
El señor James parecía desconcertado.
-Creo que tiene forma de riñón, Edith.
-Tiene una forma rara incluso para un riñón, Henry. Lo reconocería en cualquier parte.
-No creo que el pastel intente engañarnos, Edith -dijo el señor James, señalando con un movimiento vago del tenedor la ya destrozada corteza del pastel-. Creo que muestra con suma franqueza su identidad.
-Es precisamente su franqueza lo que critico, Henry. ¿No crees que la comida, como cualquier otro placer en la vida, necesita del arte para resultar agradable? Pues éste es el pastel menos artístico que he visto en mi vida: se jacta de su baja estofa y se regodea en su deterioro. En serio, Henry, ¡no habremos llegado al extremo de que, para almorzar, debamos comer un plato que consideramos indigno de la cena, como si hubiera podido redimirse milagrosamente tras pasar la noche en la despensa!
El señor James parecía más divertido que abochornado por la diatriba de la señora Wharton.
-Creo, Edith, que la señora Paddington supuso que era la falta de apetito y no nuestra incapacidad para apreciar el pastel lo que hizo que, anoche, devolviéramos la cena que nos había servido. Es demasiado orgullosa para servirnos, por segunda vez, lo que rechazamos en el primer intento.
Frieda no estaba convencida del todo: sospechaba que la anciana ama de llaves disfrutaba sometiendo a la quisquillosa señora Wharton a la contundente cocina casera inglesa. Era su forma de resistencia ante la invasión de automóviles, chóferes y afectación afrancesada, tan elocuente a su manera como una torre Martello o un caballo de Frisia.
Pero la señora Wharton no estaba dispuesta a darse por vencida.

-Mi querido Henry, ¿qué demonios es la falta de apetito, más que una incapacidad de apreciación?

LA EDICION DE NUEVA YORK DE LAS OBRAS DE JAMES

La mecanógrafa de Henry James, p. 205
Ya habían aparecido suficientes volúmenes de las obras completas del señor James para que él empezara a palpar el aprecio de su público a través del incremento de sus derechos de autor. Como Frieda sabía mejor que nadie, había invertido una considerable cantidad de dinero y esfuerzo en una revisión meticulosa de casi toda su obra, siguiendo el mejor criterio adquirido a lo largo de los casi cuarenta años que habían transcurrido desde la publicación de su primera novela. No todos consideraban que estas revisiones constituyeran una mejora. La propia Frieda pensaba que presentar al mundo un producto revisado, como si procediese de su inspiración inicial, era tan poco honesto que rayaba en el fraude. Era consciente de que las intenciones del señor James no tenían nada de engañosas, pues en el prólogo de cada obra reflexionaba extensamente sobre el propio proceso de revisión; pero ella opinaba que cuando una novela había echado a andar por el mundo, era conveniente no someterla al cambio radical que suponían muchas de aquellas revisiones.
Naturalmente, el escritor no era de ese parecer, pues él aguardaba expectante la aprobación por parte de la crítica, que creía merecer tras el ímprobo esfuerzo que representaba aquella edición de sus obras completas. No obstante, la repercusión de sus primeros libros había sido escasa, salvo las muestras de gratitud y admiración por parte de algunos elegidos a quienes el escritor había obsequiado con costosos ejemplares. Frieda sabía que al señor James le preocupaba ese tema, y cuando a principios de octubre, después de leer la correspondencia de la mañana, le confesó que se sentía demasiado indispuesto para dictar, supuso que había recibido malas noticias de la nueva edición.

-No es nada que deba preocuparla, querida. Se trata de una indisposición más espiritual que física, pero hasta tal punto ocupa mis pensamientos que no puedo atender mi obra como debería. Me hará un inmenso favor si mecanografía las pruebas corregidas de La copa dorada, mientras traslado mi dolorida cabeza a una habitación en penumbra.  

DE LOS EMBAJADORES DE JAMES

La mecanógrafa de Henry James, p. 154
-Los comentarios que él manifiesta contienen la esencia de Los embajadores, coma, mientras sus dedos siguen cerrados alrededor del tallo de la flor abierta, punto y coma; y es así como oficiosamente nos presenta, comillas, “Viva cuanto pueda, punto y coma; no hacerlo sería un error”, punto.
El señor James se detuvo justo delante de Frieda y, en lugar de reanudar la marcha, clavó su penetrante mirada en ella y dictó, como si le hablase personalmente:
-No importa tanto lo que haga en particular mientras disponga de su propia vida, punto. Interrogación. ¿Qué es lo que se tiene, si no se tiene eso, interrogación?
Siguió andando:
-Soy viejo, coma, demasiado viejo para lo que veo, punto. Lo que se pierde, coma, se pierde, punto y coma; de eso no le quepa duda, punto.
El señor James volvió a guardar silencio y echó un vistazo a la hoja de papel que tenía en la mano, bien para recuperar el aliento, bien para refrescar la memoria de su propia escritura. Pero ahora, debido a la inspiración, se había vuelto persistente y fluido donde antes titubeaba y se mostraba vacilante, por lo que reanudó el dictado:
-Sin embargo, coma, tenemos la ilusión de libertad, punto y coma; por tanto, coma, no viva, coma, como yo ahora, coma, sin el recuerdo de esa ilusión, punto. En el momento oportuno, coma, yo fui demasiado estúpido o demasiado inteligente para albergarla, coma, y ahora soy un caso de reacción contra el error, punto. Haga lo que le plazca y no se equivoque como yo, punto.
Aquí el señor James volvió a detenerse ante el escritorio de Frieda, y de nuevo ella tuvo la extraña sensación de que, más que dictarle, le hablaba. Quizá esa percepción se debiese a que el señor James solía dictar en imperativo, un modo que busca, de forma natural, vincularse a un objeto.
-Pues ha sido, subrayado, una equivocación, punto. ¡Viva, coma, viva!, signos de exclamación.
Y por fin se detuvo. Parecía fatigado y confesó que se había dejado llevar por su entusiasmo, por el tono de desaprobación en que dijo:

-Esto es todo por hoy sobre Los embajadores

JAMESIANA

La mecanógrafa de Henry James, Michiel Heyns, p. 145
El señor James le enviaba instrucciones casi a diario sobre aspectos concretos de los prólogos que debía corregir en su ausencia, y en una ocasión le mandó incluso un manuscrito para que lo mecanografiase. De vez en cuando, sus cartas contenían alguna anotación de carácter más personal que constituía un contrapunto a las historias más críticas del señor Fullerton:
París sigue siendo una gran y resplandeciente burbuja de placer y de efectos visuales, mientras que el campo, por su parte -¡bendita parte!- permanece imperturbable e impasiblemente rural, salpicado aquí y allá, como dicta la influencia de la Iglesia o de las clases pudientes, por monumentos que conmemoran una visión más amplia de la vida y de la muerte. Ayer la señora Wharton, el señor Fullerton –a quien recordará sin duda de su visita a Rye el año pasado-y yo, siempre bajo la capaz y autoritaria dirección de Cook, el chófer, fuimos en coche a Beauvais para recrearnos la vista y, en cierto modo, el espíritu con su espléndida catedral, así como para deleitar nuestros cuerpos con el más delicioso petit déjeuner que una hostería francesa puede elaborar. Como recordará, el torbellino nunca ha sido mi forma predilecta de circular, por lo que paseé a mi manera rumiadora, por no decir rumiante, por el deambulatorio de aquella extraordinaria construcción, maravillándome del impulso espiritual que había sido capaz de crear semejante gesto material. La señora Wharton y el señor Fullerton alegaron fatiga y esperaron fuera con su paciencia acostumbrada, pues si yo soy prisionero de la calma y cautivo del lujo, también soy un prisionero y un cautivo caprichoso, al que mantienen en una maravillosa esclavitud de cadenas doradas ...

Cuando no me llevan a toda velocidad por el campo  con gafas de automovilista, un tal monsieur Jacques-Émile Blanche me hace posar (¡sin gafas!) y me habla con sumo talento, mientras pinta, con no menos talento, mi retrato. Por lo que alcanzo a ver, me perfila gordo, rico, inteligente e importante. Resulta sorprendente, a mi edad, descubrirse representable hasta este extremo; ser capaz de constituir, a la informe manera de uno, un sujeto adecuado para un artista tan acostumbrado a los más augustos personajes (Monsieur Blanche acaba de finalizar, con gran éxito, el retrato del muy anguloso Thomas Hardy). Pero quizá el mío sea una mayor prueba de su competencia, ya que demostrará ser capaz de transformar al menos pictórico de los sujetos en algo monumental, por decirlo de algún modo. 

INCIPIT 908. ALMA / JOSE LORENZO TOME

O espirito chega a nós fragmentado. Chega en estelas que amazocan carpos que falan, as máis das veces, de maneira inconsciente. Fala neles o tío, o avó, a nai e pai, o pasado que se esvara en dicires prestados sen substrato consciente. O espírito toma hoxe a forma dun crebacabezas sen articular que configura desalmados. Lanzado ao mundo nunha cesta sen eirnbres, burlado desde o comezo, navega o desalmado sufocando augas incertas que, non hai moito, eran para os mariños do país de Yam rutas do comercio das ricas mercadorías coas que enchían as adegas das súas naves: té, esparto, estano. Durante o día orientados ao lonxe polo perfil da costa, e na noite pola certeza das estrclas, con medo ás veces e coraxe sempre,"os homes de Yam tiñan unha alma ...
Ada esparexía a fariña na mesa na que traballaba facendo unha empanada, golpeaba con xenio a masa e longo estendíaa co rulo. Falaba alto, para si mesma, deixando ir e vir a cabeza ao seu antollo ... ; mentres rosmaba, Isolina, a abella bochuda, voaba arredor da súa cabeza e, seguido como se estivese no circo, corría por riba do rulo co que a súa amiga traballaba a masa  
-Quita, quita!, non fas máis que molestar ... , teño présa!

-Que vas ter présa!. .. , o que queres é non deixar de refungar ... , o país de Yarn!, corno tes a cabeciña! -dixo a abella pousando na man de Ada.

INCIPIT 907. EL PERIODISMO CANALLA / TOM WOLFE

Enrollados. Formas de vida y temores ante el cambio de milenio: un mundo americano
En los Estados Unidos del2000, la expresión “clase trabajadora” había caído en desuso y el término “proletariado” resultaba tan obsoleto que sólo unos pocos y viejos académicos marxistas con pelos asomando por las orejas lo conocían. El típico electricista, técnico en aparatos de aire acondicionado o reparador de alarmas antirrobo llevaba una vida tal que habría asombrado al propio Rey Sol. Pasaba las vacaciones en Puerto Vallarta, Barbados o Saint Kitts-Nevis. Antes de la cena, salía a la terraza de un hotel de lujo con su tercera esposa, ataviado con una camisa hawaiana abierta hasta el ombligo para permitir que sus cadenas de oro tintinearan sobre el velludo pecho. Los dos pedían agua con gas Quible, procedente del estado de West Virginia, puesto que las marcas Perrier o San Pellegrino les parecían demasiado vulgares.

Con mis respetos a Robert Lacey y Danny Danziger, por su encantador libro El año 1000. Formas de vida y temores ante el cambio de milenio. Ediciones B, Barcelona, 1999.

INCIPIT 906. EL INSTANTE DE PELIGRO / MIGUEL ANGEL HERNANDEZ

Lo primero que vi fue la sombra. Inmóvil, fija, eterna, proyectada sobre un pequeño muro semiderruido que no levantaba más de metro y medio del suelo. Después presté atención al paisaje de fondo, el horizonte, el bosque, los árboles espigados y desnudos que desbordaban el encuadre de la imagen. Nada se movía en la escena. Nada se oía. Por un momento pensé que el archivo era defectuoso o que mi conexión no funcionaba correctamente. Pero enseguida advertí que la barra de reproducción había comenzado a avanzar. El tiempo corría, aunque los objetos de la escena no se desplazaran, aunque todo permaneciera igual después de varios minutos. La sombra, el paisaje, el muro, el plano. El movimiento parecía haberse frenado igual que lo hace en una fotografía.

Así es como arranca esta historia, querida Sophie, con la silueta de un hombre detenida sobre una pared en medio de un bosque, con el movimiento inmóvil de una imagen en blanco y negro en la pantalla de mi ordenador. 

HENRY JAMES Y EDITH WHARTON

La mecanógrafa de Henry James, p. 143
TRANSMISOR: ¡Es una calle preciosa! El piso también es precioso. (Pausa.) Pero quizá esté un poco demasiado lleno de la señora Wharton.
RECEPTOR: ¿El piso?
TRANSMISOR: El piso, para empezar; pero también la Rue de Varenne. Todo París, en realidad, toda Francia. La señora Wharton llena todo el espacio disponible, como recordará por sus visitas a Lamb House y sus incursiones en el terreno circundante.
RECEPTOR: Creía que en París cabría más fácilmente que en Rye.
TRANSMISOR: En París cabe cualquiera, pero la señora Wharton desentona, como un marco precioso en una pintura de mal gusto.
RECEPTOR: No está siendo usted nada amable con ella. Estoy segura de que a la señora Wharton le agrada mucho su compañía.
TRANSMISOR: Eso me dice ella y también me lo dice el señor James, y desde luego me halaga que una escritora americana tan importante me haga caso. Sin embargo, para serie sincero, estoy un poco harto. Para ella apenas me diferencio de uno de esos perros falderos que tiene encima a todas horas y, a su vez, esos perros son indistinguibles de sus también omnipresentes pieles, aunque más escandalosos y malolientes. ¡Y los sombreros! Son como extraños animalitos encaramados en lo alto de su cabeza. Temo constantemente que alguno se me eche encima.
RECEPTOR: La señora Wharton viste muy bien.
TRANSMISOR: Eso depende de a lo que se refiera exactamente con «bien”. Viste de forma muy completa, como una pata de cordero servida con toda la guarnición. No he visto nada tan completo como sus botas. Si no fuese evidente que posee un vehículo a motor, cualquiera diría que pretende cruzar los Alpes a pie.
RECEPTOR: Al señor James le entusiasman las excursiones motorizadas, ¿verdad?
TRANSMISOR: Sí, se entusiasma como un niño siempre que se le propone una salida, o más bien se le anuncia, ya que la señora Wharton no propone las cosas.
RECEPTOR: ¿Lo acompaña usted en estos viajes?
TRANSMISOR: Cuando no se me ocurre una excusa para no ir ... , es decir, una excusa aceptable para la señora Wharton, que no razona como el resto de los mortales. Para ella, sus deseos son un motivo que supera cualquier otra consideración.
RECEPTOR: Creía que sabría apreciar usted la oportunidad de poder contemplar la campiña francesa de manera tan cómoda.

TRANSMISOR: ¿Cómoda? Le aseguro que los asientos son todo lo cómodos que permite el tapizado, y las llantas de caucho funcionan de manera admirable en las malas carreteras; pero ¿comodidad? ¿Que te zarandee el viento, te asfixien los gases del combustible y te ensordezcan los chasquidos, traqueteos, silbidos y bocinazos de esa máquina infernal? No, señorita Wroth, si me habla de comodidad deme una terraza espaciosa y aireada con vistas al canal de la Mancha. Y, además de la comodidad personal, no se olvide usted de la pobre campiña francesa, invadida por una suerte de ejército victorioso que, además de arriesgar la vida de personas y animales, obliga a las tabernas rurales a preparar manjares para hordas de extranjeros exigentes: es la mayor insolencia que les ha tocado vivir en esta tierra desde la invasión de los godos.

JAMESIANA

La mecanógrafa de Henry James, Michiel Heyns
Lamb House, Rye
11 de noviembre de 1907
Mi querido Morton:
He estado reflexionando sobre sus abrumadoras confidencias, y si tomo instintivamente mi pluma, tras nuestras extensas deliberaciones tete-a.-tete, es como un exhausto nadador que se aferra, iluso, a lo que cree su tabla de salvación y que bien puede acabar siendo su perdición. Lo que me abruma, cuando salgo a la superficie en busca de aire, es la sensación de que me ha dejado, inútil y perplejo, en la antesala de su vida, mientras todo este tiempo he dado por supuesto que me había admitido, si no en la cámara interior, al menos en la agradable sala desde donde podíamos contemplar juntos el dichoso e inquieto rumbo de su existencia. Haberme creído su íntimo amigo durante estos últimos dieciocho años para descubrir que se me ha excluido hasta tal punto de una relación que debería implicar confianza, u hospitalidad al menos, es hallar sólo un frío abismo donde me había imaginado un puente, y a un impostor en el amigo que había acogido.
Confieso que no me pareció un asunto digno de parabienes -aunque hubiera ocurrido hace ya mucho tiempo y, como insiste en subrayar, sin la menor intención por su parte- que atrajese la atención de lord Ronald Gower, si bien comprendo que, para un joven recién llegado a Londres, las atenciones de un noble, con pretensiones de buen gusto, debieron de parecerle una valiosa distinción. En el caso que nos ocupa, además, no parece que se haya producido ningún trastorno perdurable, puesto que el vínculo siguió el camino que era de esperar en cualquier relación asentada en la vanidad por un lado y la adulación por el otro. No comparto tampoco su temor de que la naturaleza de dicha relación sea ahora, tras el funesto destino del realmente exagerado Oscar Wilde, malinterpretada en caso de que los detalles de ésta acabaran siendo del dominio público. Independientemente de lo que uno piense de su moral privada y de su conducta pública, en estos momentos lord Ronald posee toda la apariencia de ser un miembro apreciado por la sociedad, una situación muy distinta, a ojos de la opinión pública, de las relaciones del eminente Wilde.

De lo que me quejo, de lo que me lamento, como si de una herida mortal se tratase, es que equipare como fuente de peligro e inseguridad las cartas que me ha dirigido a mí con aquellas que lord Ronald le escribió a usted, por no mencionar las efusividades de Oscar Wilde que tanto preocuparon a la moral de la nación en el momento en que se hicieron públicas.

EDITH WARTON

La mecanógrafa de Hery James, Michiel Heyns, p. 100-101
Frieda sabía que E. W. era Edith Wharton, la amiga del señor James. La había visto en más de una ocasión, en sus triunfales incursiones en Rye, donde llegaba entre los bocinazos de su gran automóvil, haciendo tintinear sus joyas y arrastrando al señor James por el jardín como si fuera un perro falto de ejercicio, mientras daba instrucciones a la señora Paddington sobre las comidas y aconsejaba incluso a Frie da acerca de qué tipo de cinta era el más adecuado para la Remington. En general, el derroche de tanta energía bienintencionada agotaba a cuantos la rodeaban. Frieda había leído su obra, por supuesto; en concreto La casa de la alegría, cuando todo el mundo no hacía otra cosa, y había perdido la paciencia con la mimada y sufridora Lily Bart. Como Frieda había tenido que ganarse la vida desde una edad muy temprana, mostraba escasa simpatía por una mariposa social que a los veintinueve años descubre que nadie quiere casarse con ella. En cuando a Lawrence Selden, Frieda se preguntaba si la señora Wharton, ahora que había conocido al señor Fullerton, sería consciente del héroe mojigato que había creado. ¡Un «verdadero original”! ¿Cómo iba la señora Wharton a reconocer un original si había crecido en el artificioso y falso mundo de los ricos?

Se preguntó si el señor Fullerton le habría hecho el amor a la señora Wharton y, después de considerarlo cuidadosamente, decidió que no. No era tan simple como para creer que el señor Fullerton no le había hecho el amor a ninguna mujer antes que a Frieda Wroth, pero la carta de la señora Wharton, si bien efusiva, carecía de la complacencia que una mujer de esa envergadura sería incapaz de ocultar después de semejante experiencia. Frieda no era capaz de imaginarse a la dama neoyorquina, siempre envuelta en exuberantes vestidos, plumas, sombreros, volantes, encajes, pieles y botas -¡sobre todo botas!-, sometiéndose al estado de desnudez que tanto le gustaba al señor Fullerton. Cubierta como iba de aderezos, se desvanecería si alguien le quitara la ropa. Su elemento natural era el automóvil, su relación más profunda, la que tenía con las máquinas, su emoción, una cuestión de petróleo y ruido. A Frieda le satisfacía que nunca le hubiese gustado la señora Wharton, pues de lo contrario habría pensado que estaba celosa de la fácil apropiación, por parte de aquella mundana mujer neoyorquina, de su último «descubrimiento”, como imaginaba que describiría al señor Fullerton ante sus amigos.

ALCOHOL

El joven sin alma, Vicente Molina Foix, p. 322
Un maestro del que no fuiste discípulo, el cineasta Joseph Losey, hablando un día ante otros conferenciantes de un curso de verano en Santander, enseñó a distinguir las tres categorías del bebedor, según la ciencia angloamericana de este negociado. Hay un hard drinker, capaz de ingerir gran cantidad de alcohol en pocas horas, resistirlo sin caer al suelo o hacer el mico, y capaz, con todo el alcohol del mundo dentro del cuerpo, de volver a casa sin perder el rumbo, al volante de un coche de cinco puertas. Uno así conociste tú.
El hard drinker no tiene las exigencias del serious drinker, que forma la segunda categoría. El hard drinker se lo bebe todo cuando no queda en casa nada mejor o en los bares abiertos a altas horas solo sirven cerveza en cartones o vodka estonio perfumado al fruto de la pasión. El serious drinker, por el contrario, pone mucha atención en lo que bebe, y busca marcas de graduación precisa, de destilación artesana y procedencia, en el caso de los whiskies de malta, de las islas más escabrosas del Mar del Norte. El serious drinker no mezcla los alcoholes con gaseosas, ni les pone dados de hielo, evitando la gama de la coctelería limonada y ridiculizando el mero concepto de que puede haber aguas tónicas de gourmet. Pese a sus cautelas también bebe mucho, sin embriagarse.

Tú estarías en la tercera categoría, la del steady drinker, un metódico de la bebida que no desdeña nada, un curioso, un circunspecto. El steady drinker es un bebedor estable, y por eso un tanto maniático. Tu manía, ahora la estamnos viendo, es la colección de aguardientes mundiales, dentro de la cual mi cámara-ojo ha descubierto que este hombre tan desmañado se ha dedicado en los últimos años a la maceración individual. En un altillo de mampostería hemos localizado una bodega oculta a la mirada del hombre, con seis frascas de vidrio grueso, sin pegatina de marca, de un líquido granate en el que flotan, como pequeños orbes espaciales de un Kubrick metafísico, las endrinas del pacharán casero que el inquilino confecciona y bebe en poca cantidad todas las noches, sin darle a su licor salida comercial.
(En laimagen Días sin huella de Billy Wilder)

LA CUCARACHA

Todo está perdonado, Rafael Reig, p. 63
Así es la esperanza, como una cucaracha. La pisas y parece muerta, pero en cuanto le das la espalda empieza a mover otra vez las patas. La espachurras hasta que se deshace y, en cuanto vuelves con un papel para recoger los restos, la encuentras correteando por el pasillo. Le echas insecticida y se contrae hasta que cierras el bote de espray: en ton ces se pone a trepar por la pared.

Nunca te libras de la esperanza, tiene el caparazón demasiado resistente, se alimenta de cualquier cosa, se adapta a todos los medios, sabe defenderse de la agresión de la realidad o, al menos, ponerse a cubierto hasta que escampe. En cuanto la casa se quede a oscuras, volverá. Si cierras los ojos, aparecerá en silencio a tus pies. Si te tumbas en la cama, tapado hasta las cejas, se arrastrará bajo el colchón.

ESPAÑA ARRIBA

La higuera, Ramiro Pinilla, p. 108
-Di «Arriba España».
El «Arriba España» de Pedro Alberto ha sido lo menos parecido a un grito, las dos palabras han sonado lánguidas.
-¿Arriba España?
-Arriba España -confirma Luis.
-Sólo si lo sientes -dice Pedro Alberto.
El hombre traga otra vez saliva y se aclara la garganta. Está convencido de que en la adecuada emisión de sus dos próximas palabras se juega el pellejo. Aspira hondo.
-iArriba España!
Ha sido más bien un relincho desquiciado. Enmudecen las voces que nos llegaban de todas las dependencias de la comisaría. Después, el bullicio se recupera. El hombre nos ha ofrecido, además, un saludo fascista que ni el propio Mussolini. Si ha dejado bastante que desear su representación debe atribuirse a los nulos ensayos en la zona roja. Tampoco sería justo exigir al hombre el fervor patriótico de los que llevarnos meses o años en Falange. Nuestros «iArriba España!” son desgarrados, potentes, algunos dicen que rabiosos, el enemigo los califica de ladridos. Y creo que es verdad: son corno proyectiles lanzados contra alguien. La parte negra de España debe saber que nos hemos puesto en marcha y que nadie detendrá a unos españoles sin miedo que avanzan con la camisa azul muy abierta, ofreciendo su pecho generoso. Este hombre no ha sido tocado, corno yo, por los ardientes discursos de José  Antonio. Bastante hace con buscarnos. Sólo está un poco fuera de tono.

Su grito deja al hombre agotado. Pedro Alberto le da unas palrnaditas en la espalda, y él y yo observarnos su reacción cuando nos llegan los alaridos de alguien a quien están trabajando en los sótanos. No se inmuta.

INCIPIT 905. LA MECANOGRAFA DE HENRY JAMES / MICHIEL HEYNS

8 de noviembre de 1907
Lo peor de que le dictasen era la espera.
-Y entonces se descubrió levantando la vista cual ...
Mientras aguardaba, Frieda Wroth observó cómo la ancha espalda se desplazaba a un extremo de la habitación, daba media vuelta y reanudaba su lento avance hacia el otro extremo. Reflexionó, aunque no por primera vez, sobre lo irónico de su situación: transcribir, mediante hábiles dedos, los efluvios de un escritor, célebre por su comprensión a la hora de plasmar unas vidas tan insustanciales como la suya propia. Sin embargo, probablemente el señor James nunca se había percatado de aquella sutil ironía; tenía un oído prodigioso para captar la  amortiguada cadencia de desesperación que resonaba en las oscuras relaciones de sus personajes, pero de ella, según parecía, sólo esperaba una atención escrupulosa y una jovial presteza para contribuir, de forma meramente mecánica, al lento  proceder de sus invenciones y reflexiones.

Cuando se presentó para optar a aquel empleo, no habría imaginado que la tratarían como un simple e inadvertido accesorio de la Remington que tecleaba. No se trataba de sus condiciones laborales, que eran todo lo inmejorables que él era capaz de concebir, sino de las connotaciones metafísicas de su identidad como mecanógrafa. 

INCIPIT 904. LOS CABALLEROS LAS PREFIEREN RUBIAS / ANITA LOOS

16 de marzo
Estaba cenando la otra noche en el Ritz con un caballero amigo mío quien me dijo que, si cogía papel y lápiz y me ponía a escribir mis pensamientos, saldría un buen libro. Me entraron ganas de reír, porque lo que realmente saldría sería toda una enciclopedia. Y es que prácticamente me paso el día entero pensando. Es mi diversión favorita y a veces me paso horas en las que parece que no hago nada pero en que no dejo de pensar. El caso es que ese caballero dijo que una chica con cerebro debería usarlo para algo más que para pensar. Y dijo que sabía mucho de cerebros porque es senador y se pasa la vida en Washington y no se le escapa jamás un buen cerebro. La cosa podía haber quedado ahí, pero esta mañana me envió un libro. Y cuando mi doncella me lo trajo, le dije: «Bueno, Lulú, un libro más, y aún no hemos leído ni la mitad de los que ya tenemos”. Pero cuando lo abrí y vi que estaba en blanco, me acordé de lo que había dicho mi amigo el caballero y me di cuenta de que era un diario. Por eso estoy aquí escribiendo un libro en vez de leer otro.

Estamos a 16 de marzo, así que es muy tarde para empezar en enero, pero da igual porque mi amigo el caballero, el señor Eisman, estuvo en la ciudad prácticamente todo enero y febrero, y todos sus días en la ciudad son iguales.

FLECHAS Y PELAYOS

La higuera, Ramiro Pinilla, p. 89
-La mujer del anfitrión también debe sentarse con los invitados -dice Eduardo-. iSeñora! -llama. Coge de un brazo a la criada que no es Pancha y que está abriendo una botella de vino-. Di a tu señora que no empezaremos sin ella.
-¿Señora? -arruga la frente la criada que no se llama Pancha.
Entonces aparece Cipriana y dice:
-Yo ya he comido.
-Pues la queremos ver mañana en esta mesa -dice Eduardo.
-Mañana me toca ayuno -dice Cipriana pasando la mirada por todos nosotros, sobre todo por nuestras camisas azules. El desaire no ha podido molestar al alcalde, que no la quiere en la mesa, y, en cuanto a mis compañeros, la miran ofendidos, aunque no se dirigen al alcalde exigiéndole que haga de aquella roja una sumisa mujer española, y yo ni siquiera busco la razón, pues ahora estoy recogiendo la mirada de Cipriana, que no la aparta de mí.
Precedidos de un alboroto aparecen Adolfo y Benito, los hijos del matrimonio. Visten ya el uniforme azul de los Flechas y Pelayos. No saludan a nadie y se pegan por una silla habiendo varias libres.
-iQué se dice al entrar? -les pregunta su padre.
La pareja sigue enzarzada. El alcalde nos previene con una señal confidencial antes de lanzar con calor:
-iFranco, Franco, Franco!
Los mocitos se paran, se ponen firmes, dos brazos se levantan con una energía que conmueve y suenan dos vocecitas capaces de mover al más tibio espíritu patriótico:
-iViva Franco! iArriba España!
Pero mis ojos vuelven a Cipriana, a su mirada. Dice el alcalde: -Han llegado tarde por las clases intensivas de falangismo juvenil que recibe un grupito de elegidos. iHay que recuperar el tiempo perdido! Sus uniformes de Flechas y Pelayos se han cortado y cosido en veinticuatro horas.
La mirada de Cipriana me está trasmitiendo que no me preocupe. Su cocido de garbanzos tiene tan buena aceptación que muchos repiten, y cuando ella pregunta: "¿ Quiénes quieren los sacramentos?», todos nos quedamos suspensos, excepto el alcalde, sus hijos y las dos criadas.
-Se refiere a los tropiezos -se apresura a decir el alcalde.
Los tropiezos resultan ser las costillas, la morcilla, el tocino, el chorizo, el jamón y más ingredientes que en esta tierra de rojos llaman sacramentos, una herejía que por sí sola justificaría la guerra.
-Son cosas de los tripones que andan por ahí -bromea el alcalde.
-Si lo vuelvo a oír fuera de esta casa, al cabrón que lo diga le pego un tiro asegura Luis  Ceberio.
Lo conozco y lo haría.
El alcalde arroja un buen trozo de pan a su mujer con innecesaria violencia.
-Y tú, olvida tus palabrotas del Puerto Viejo, las cosas han cambiado -le dice.

-Tú también saliste de ese Puerto Viejo, donde hablamos bien clarito. Tú mismo decías ihostias! y imecagüen Dios! Hasta antesdeayer

EL FERROCARRIL SUBTERRANEO

El ferrocarril subterráneo, Colson Whitehead, p. 75
Después el carro regresó al silencio del camino comarcal. Fletcher dijo: «Os van pisando los talones». No quedó claro si se dirigía a los esclavos o a los caballos. Cora volvió a dormirse, los rigores de la huida seguían pasando factura. Dormir le ahorraba pensar en Lovey. Cuando abrió otra vez los ojos, estaba oscuro. Caesar le dio unas palmaditas tranquilizadoras. Se oyó un ruido sordo, un tintineo y un cerrojo. Fletcher retiró la manta y los fugitivos desperezaron las extremidades entumecidas mientras escudriñaban el granero.
Cora vio primero las cadenas. Miles de cadenas colgando de clavos de la pared en un mórbido inventario de esposas y grilletes, de argollas para tobillos y muñecas y cuellos en todas las variantes y combinaciones. Trabas para impedir que una persona escape, mueva las manos, o para suspender un cuerpo en el aire y golpearlo. Una fila estaba dedicada a las cadenas para niños y sus minúsculos eslabones y manillas. Otra hilera a esposas de un hierro tan grueso que no había sierra que pudiera atravesarlo, y esposas tan finas que solo la idea del castigo impedía que quien las llevaba las rompiera. Una fila de bozales ornados encabezaba una sección propia y en un rincón se amontonaba una pila de bolas de hierro y cadenas. Las bolas formaban una pirámide de la que partían las cadenas serpenteantes. Algunos de los grilletes estaban oxidados, otros estaban rotos y otros más parecían recién forjados por la mañana.  Cora se dirigió a una parte de la colección y tocó una anilla metálica con pinchos que irradiaban hacia el centro. Decidió que estaba ideada para el cuello.

-Un muestrario aterrador -dijo un hombre-. Lo he ido recolectando de aquí y de allá.

PLATA

Los restos del día, Kazuo Ishiguro, p. 141
Si bien recuerdo, Giffen's apareció a principios de los años veinte, y no soy la única persona para la que el auge de este producto y el cambio de tendencia que experimentó nuestra profesión estuvieron estrechamente relacionados. Un cambio que hizo de la limpieza de la plata la tarea trascendental que, en general, sigue siendo hoy. Supongo que, como otros muchos cambios relevantes de aquel período, éste fue una cuestión generacional. Durante aquellos años nuestra generación de mayordomos “alcanzó su mayoría de edad”, y personajes como mister Marshall, sobre todo, fueron los principales causantes de que la limpieza de la plata llegara a alcanzar una trascendencia semejante. No quiero decir con ello que sacar brillo a la plata, concretamente a los objetos empleados en la mesa, no se considerara desde siempre una tarea seria. Sin embargo, es justo decir que muchos mayordomos de, digamos, la generación de mi padre, no pensaban que se tratase de un asunto fundamental. Prueba de ello es el hecho de que en aquellos días el mayordomo de una casa no supervisaba personalmente la limpieza de la plata. En realidad, se contentaba con dejar esta tarea a la propia iniciativa del segundo mayordomo, limitándose a echar una ojeada de vez en cuando. Se dice que mister Marshall fue el primero en hacer ver la gran importancia de la plata, al subrayar que no había otro objeto en la casa que un invitado examinase tan a fondo como la plata durante la comidas. Se trataba, por lo tanto, de un indicador público del nivel de una casa. Y fue mister Marshall el primero que dejó estupefactos a las damas y caballeros que visitaban Charleville House con una plata limpia y brillante como nunca se había visto antes. Naturalmente, todos los mayordomos del país, acuciados por sus patronos, empezaron a obsesionarse por el tema de la plata, y enseguida hubo varios mayordomos, lo recuerdo muy bien, que presumían de haber descubierto métodos de limpieza que superaban los empleados por mister Marshall, métodos que mantenían celosamente secretos, como hacen los chefs franceses con sus recetas. No obstante, tengo la certeza, la misma certeza que tenía entonces, de que, por misteriosos y complejos que fuesen los métodos aplicados por alguien como mister Jack Neighbours, el resultado final era nulo o, en cualquier caso, apenas perceptible. Por lo que a mí respectaba, el problema no tenía mayores complicaciones: bastaba con emplear un buen producto y supervisar la tarea muy de cerca. Giffen's era el producto que aconsejaban los más expertos mayordomos de la época, y si se empleaba correctamente, no había por qué temer que la plata ajena fuese mejor que la propia.

MATRIMONIO JAPONES


Pálida luz de las colinas, Kazuo Ishiguro, p. 35
-Es increíble -dijo al final- lo que contaba tu amigo.
-¿Cómo? ¿El qué? -preguntó Jiro sin levantar la mirada del periódico.
-Lo de que él y su mujer han votado a partidos diferentes. Hace unos años habría sido impensable.
-De eso no cabe duda.
-Es increíble las cosas que pasan hoy en día. Pero supongo que eso es lo que llamamos democracia. -Ogata-San dio un suspiro-. Todas estas cosas que hemos aprendido con tanto afán de los americanos, no resultan siempre tan buenas.
-No, ciertamente no lo son.
-Mira lo que ocurre. Matrimonios que no votan lo mismo. Cuando uno ya no puede confiar en su esposa para ese tipo de asuntos, el panorama resulta muy triste.
Jiro siguió leyendo el periódico.
-Sí, es lamentable -dijo.
-Las esposas de hoy en día ya no sienten ningún apego por su familia. Hacen lo que les da la gana y si se les antoja votan a otro partido. Es un ejemplo de cómo van las cosas en Japón. La gente deja a un lado sus obligaciones en nombre de la democracia.
Jiro se quedó mirando a su padre durante un instante, después bajó otra vez la mirada y siguió leyendo el periódico.
-No hay duda de que tienes toda la razón -dijo-. Pero los americanos no trajeron sólo cosas malas.

-Los americanos nunca comprendieron nuestra cultura. No la comprendieron lo más mínimo. Sus costumbres pueden ser buenas para ellos, pero aquí en Japón, las cosas son diferentes, muy diferentes. -Ogata-San volvió a suspirar-. Cosas como la disciplina y la lealtad, mantuvieron firme al Japón. Quizá lo que digo parezca exagerado, pero es la verdad. El sentido del deber unía a la gente. Frente a la familia, a los superiores, al país. Pero ahora, en lugar de eso, no se habla más que de democracia. Y oyes esa palabra cada vez que la gente quiere ser egoísta, cada vez que quieren olvidar sus obligaciones.

DE LOS MAYORDOMOS

Los restos del día, Kazuo Ishiguro, p. 89
De hecho, si comparásemos la definición que yo daría de la expresión “una casa distinguida”  y la que daba la Hayes Society, quedarian claramente explicados, a mi juicio, los aspectos fundamentales que distinguen los valores de nuestra generación de mayordomos de los que tuvo la generación anterior.
Al decir esto, no me refiero únicamente al hecho de que nuestra generación ya no tenia la actitud esnob que colocaba a los señores que pertenecían a la aristocracia rural por delante de los que procedían del mundo de los “negocios”. Quiero decir, en definitiva, y no creo que mi comentario sea infundado, que nuestra generación era mucho más idealista. Mientras que la que nos precedió se preocupaba por saber si el patrón era noble, nosotros nos sentíamos mucho más interesados por conocer su rango moral. No es que nos importase su vida privada, sino que nuestra mayor ambición, ambición que en la generación anterior pocos habrian compartido, era servir a caballeros que, por decirlo de algún modo, contribuyeran al progreso de la humanidad. Por poner un ejemplo, desde un punto de vista profesional habria sido considerado mucho más interesante servir a un caballero como mister George Ketteridge, quien a pesar de sus humildes orígenes contribuyó de forma innegable al futuro bienestar del Imperio, que a cualquier personaje de noble cuna que malgastara su tiempo en clubes o campos de golf.
Ciertamente, son muchos los caballeros procedentes de las más nobles familias que se han dedicado a paliar los grandes problemas de su época, de modo que, en la práctica, podría decirse que las ambiciones de nuestra generación se distinguían muy poco de las de la anterior. Puedo asegurar, sin embargo, que había una diferencia fundamental en la actitud mental, que se reflejaba en los comentarios de los profesionales más destacados y en los criterios que seguían los mayordomos más conscientes de nuestra generación para cambiar de colocación. No. eran decisiones basadas en cuestiones como el sueldo, el número de criados a su cargo o el brillo del apellido familiar. Creo que es justo decir que, para nuestra generación, el prestigio profesional residía ante todo en el valor moral del patrón.
Tal vez pueda explicar mejor la diferencia entre ambas generaciones hablando de mí mismo. Digamos que los mayordomos de la generación de mi padre velan el mundo como una escalera. Las casas de la realeza, los duques y los lores de las familias más antiguas ocupaban el peldaño más alto, seguían los “nuevos ricos”, y así sucesivamente hasta llegar al peldaño más bajo, en el que la jerarquía se basaba simplemente en la fortuna familiar. El mayordomo ambicioso hacía lo posible por subir al peldaño más alto, y en general, cuanto más arriba se situaba, de mayor prestigio gozaba. Estos eran, justamente, los valores que plasmaba la Hayes Society en su exigencia de una “casa distinguida”; el hecho de que todavía se formulasen, con plena conciencia, semejantes afirmaciones en 1929 muestra a las claras por qué era inevitable, por mucho que se intentara retrasarlo, que aquella asociación desapareciera, pues por aquel entonces esta forma de pensar contrastaba con la de hombres excelentes que constituían la vanguardia de nuestra profesión. Considero acertado señalar que nuestra generación percibía el mundo no como una escalera, sino como una rueda. Quizá convenga que explique mejor esta idea.

A mi juicio, nuestra generación fue la primera en reconocer un hecho que había pasado inadvertido hasta entonces, a saber, que las decisiones importantes que afectan al mundo no se toman, en realidad, en las cámaras parlamentarias o en los congresos internacionales que duran varios días y están abiertos al público y a la prensa. Antes bien, es en los ambientes íntimos y tranquilos de las mansiones de este país donde se discuten los problemas y se toman decisiones cruciales. La pompa y la ceremonia que presencia el público no es más que el remate final o una simple ratificación de lo que entre las paredes de estas mansiones se ha discutido durante meses o semanas. Para nosotros el mundo era, por tanto, una rueda cuyo eje lo formaban estas grandes casas de las que emanaban las decisiones relevantes, decisiones que influían en el resto

INCIPIT 903. CUENTOS COMPLETOS / HENRY JAMES

UNA TRAGEDIA DEL ERROR (A Tragedy of Error)
Un coche inglés se hallaba a las puertas de la oficina de correos de una ciudad portuaria de Francia. Dentro estaba sentada una dama con velo y con una sombrilla casi contra el rostro. Mi relato empieza cuando un caballero salió de la oficina y le entregó una carta.
El hombre se detuvo un momento junto al carruaje antes de subirse. Ella le dio la sombrilla para que la sostuviese y alzó el velo descubriendo un rostro muy hermoso. La pareja daba la impresión de despertar el interés de los transeúntes, ya que muchos la observaban con atención y cruzaban entre sí miradas significativas. Los que miraban en aquel momento pudieron ver cómo palidecía el rostro de la mujer al tiempo que ponía sus ojos en la carta. Su compañero también percibió esto y de inmediato se ubicó aliado de ella, tomó las riendas y condujo muy de prisa por la calle principal de la ciudad hasta llegar, más allá del puerto, a un camino que bordeaba el mar. Una vez allí, redujo el ritmo. La dama se había tumbado con el velo otra vez en la cara y la carta sobre el regazo. Su actitud era casi de inconsciencia y el hombre se percató de que ella había cerrado los ojos. Entonces, tras comprobarlo, se apoderó rápidamente de la carta y pudo leer:
Southampton, 16 de julio de 18-
Querida Hortense:

Verás por el sello postal que estoy mil leguas más cerca de casa que cuando te escribí por última vez, pero dispongo de muy poco tiempo para explicarte este cambio. El señor P. me ha concedido un muy imprevisto congé. Tras tantos meses de separación, al fin podemos pasar unas semanas juntos.

INCIPIT 902. LA HIGUERA / RAMIRO PINILLA

Fue la decisión municipal de expropiar aquel minúsculo terreno la que volvió a poner de actualidad al hombrecillo de la cabaña. No lo habíamos olvidado, era imposible teniéndolo tan cerca, en la vega de Fadura. Aunque no era tan determinante esta proximidad como las curiosas circunstancias que le envolvieron desde el principio, nada menos que desde la guerra, Dios, treinta años atrás.

Todos recordábamos su, digamos, irrupción entre nosotros en junio del año 37. Surgió sin razón aparente, incluso sin una lógica. i Quién, si no, se instala en un descampado sin un atractivo especial sólo para sentarse en una piedra o en el santo suelo, sin apenas levantar la cabeza, con la vista clavada en los yerbajos? Más tarde apareció la silla. En días lluviosos o fríos se protegía con paraguas o abrigo y boina roja. Más tarde se hizo con una mísera caseta de tablas y techo de uralita. Se retiraba -no sabemos adónde- siendo ya noche, para regresar a la mañana siguiente; esto, en los primeros días, pues pronto llegó su instalación definitiva. En tiempo seco, regaba por las noches algo de allí; no supimos qué, a nadie se le ocurrió dar un paseo, en sus horas de ausencia, con un farol para averiguarlo: aquellos años no estaban para satisfacer curiosidades tontas. Una fijación tan obsesiva por aquel sitio hablaba de una mente trastornada, y nos importaba un bledo que regara un cardo o una margarita. Cuando, meses después, se descubrió el esqueje de higuera, supimos lo que había estado mimando.

LOS MISTERIOS DE LA NATURALEZA

Los restos del día, Kazuo Ishiguro, p. 89
Stevens, sé que  lo que voy a pedirle no es algo habitual.
-¿Sí?
-Verá, ahora mismo ocupan mi mente cosas muy importantes.
-Será un placer servirle, señor.
-Siento tener que pedirle algo semejante. Sé que está usted muy ocupado, pero no sé cómo demonios resolver este asunto.
Mi señor volvió a ocuparse del Who's Who mientras yo seguía esperando. Al cabo de un rato, me dijo sin mirarme:
-Supongo que está usted al tanto de los misterios de la naturaleza.
-¿Cómo dice, señor?
-Sí, Stevens, los pájaros, las abejas... los misterios de la naturaleza, ya sabe.
-Creo que no sé a qué se refiere, señor.
-Le hablaré más claro. Sir David es un gran amigo mío, y en la organización de esta conferencia ha desempeñado un papel inapreciable. Diría incluso que, sin su ayuda, no habríamos conseguido que monsieur Dupont aceptara venir.
-Ciertamente, señor.
-Con todo, Stevens, debo decir que sir David tiene sus rarezas.  Como sabe, ha venido con su hijo Reginald, que le hará de secretario. El caso es que está a punto de casarse. Reginald, claro.
-Sí, señor.
-Durante estos últimos cinco años, sir David ha intentado contarle a su hijo cuáles son los misterios de la naturaleza. Piense que el joven tiene ahora veintitrés años.
-Así es, señor.
-En fin, iré al grano. Resulta que el padrino de este caballerete soy yo, y, por este motivo, sir David me ha pedido que le haga saber al muchacho qué son los misterios de la naturaleza.
-Sí, señor.
-Es que sir David considera que se trata de una tarea bastante penosa y teme que llegará el día de la boda y aún no habrá podido acometerla.
-Sí, señor.

-El caso es que ahora estoy enormemente ocupado. Sir David debería ser consciente de ello, sin embargo, me pide que haga esto, que no es ninguna tontería.

ATRIDAS

La decadencia de Nerón Golden, Salman Rushdie, p 380
La flota griega tenía que zarpar rumbo a Troya para recuperar a la infiel Helena, con lo cual hubo que aplacar a la furiosa diosa Artemisa para que permitiera que soplara una brisa favorable, con lo cual hubo que sacrificar a Ifigenia, hija de Agamenón, con lo cual su afligida madre, Clitemnestra, hermana de Helena, decidió esperar a que su marido regresara de la guerra para asesinarlo, con lo cual el hijo de ambos, Orestes, tuvo que vengar la muerte de su padre asesinando a su madre, con lo cual las Furias persiguieron a Orestes, y etcétera. La tragedia era la llegada a los asuntos humanos de lo inexorable, que podía ser algo exterior (una maldición familiar) o bien interior (un defecto de carácter), pero en cualquier caso los acontecimientos asumían su rumbo ineludible. Disputar la idea de lo inexorable, sin embargo, formaba parte de la naturaleza humana, por mucho que en todos los idiomas existieran palabras para comunicar la superfuerza de la tragedia: destino, kismet, karma, hado. Formaba parte de la naturaleza humana insistir en la agencia y la voluntad humanas, y creer que la irrupción del azar en los asuntos humanos explicaba mejor las incapacidades de aquella agencia y de aquella voluntad que una dinámica predestinada, ineludible e inherente a la narración. La disparatada indumentaria del absurdo, la idea de que la vida carecía de sentido, nos resultaba a muchos de nosotros una prenda filosófica más atrayente que la sombría túnica del trágico, que, cuando uno se la ponía, se convertía simultáneamente en evidencia y agente de la condenación. Pero también era un aspecto de la naturaleza humana; un rasgo de la contradictoria naturaleza humana, igual de poderoso que su contrario: aceptar con fatalismo que, en efecto, existía un orden natural de las cosas, y jugar sin quejarse con las cartas que te habían repartido.
Imagen: Calchas presidiendo el sacrificio de Ifigenia. Museo Archeologico Nazionale di Napoli 

INCIPIT 901. PAGINAS ESCOGIDAS / RAFAEL SANCHEZ FERLOSIO

DE LOS ÁSPEROS Y GRANDES LANCES DE LA MONTAÑA
Por la tierra de secano hacia la montaña, canta la pájara antigua. Sobre las tapias de pizarra, junto a la blanca carretera, grazna, mece su cola. Al carretero le roba el pan y le despinta el carro. Grita a los cereales cuando les llega el madurar. Con su voz, seca los campos para la siega. Las otras aves se van, pero las urracas se quedan siempre, antiguas pájaras de la meseta. Ellas delatan crímenes nefastos y piden venganza para las violadas. Reconocen los hombres y saben mucho de geografía. Saben cuanto pasa en los pueblos y los caminos. Dicen los nombres de los muertos y los recuerdan sin pena. Unas a otras se narran las historias de muertos. Camino del camposanto los ven pasar y se quedan sobre una piedra, narrándose cuanto vieron. Viven los hombres y envejecen; las urracas hablan y miran. Las urracas sin pena no creen en la esperanza; ellas narran tan sólo, y repiten los nombres de los muertos. Los muertos van a lo largo del camino de la montaña. Van, como nublados sin lluvia, a trasponer las oscuras cimas. En la voz de las pájaras sus nombres quedan.
La montaña es silenciosa y resonante. Corno el vientre de la loba es su vientre, arisco y maternal. Esconde sus manantiales en los bosques, corno la loba sus tetas entre pelo. La montaña está  tendida mansamente, amamantando a la llanura. Sólo a veces se levanta dura y esquiva y rasga los labios de los campos.

Por encima de los bosques viene el talud pelado, con sus pedrizas y sus reventones, donde nace la arena de los ríos. La montaña se rasga el pecho y echa aludes de piedras angulosas. Ña montaña tiene arenales en los ríos de la llanura y sus ojos dormitan entre la arena de los  remansos.

INCIPIT 900. EL CERTIFICADO / I.B. SINGER

Es tarde; tarde para todo, me dije. Por entonces solía hablar a menudo conmigo mismo. A los dieciocho años y medio uno ya no está en edad escolar y hasta es demasiado tarde para aprender un oficio. En poco tiempo más me llamarían a filas. Había perdido los mejores años de mi vida leyendo libros sin mayor orden, atormentándome con preguntas eternas, perdiéndome en fantasías sexuales y luchando contra incontables neurosis.
En mi mochila, entre varias camisas, calcetines y pañuelos sucios, había unos cuantos manuscritos en yiddish y hebreo, una novela inconclusa, un ensayo sobre Spinoza y la Cábala, y una selección en miniatura de lo que yo llamaba «poemas en prosa». Tras analizar los defectos de mi producción literaria, había llegado a la conclusión de que ninguno de mis escritos resultaba publicable. Un escritor tan conocido como el doctor Ashkenazi me había dicho que mi ensayo era infantil; un famoso poeta hebreo había criticado acerbamente mis trabajos en ese idioma. Todos coincidían: yo debía perfeccionarme; aún estaba inmaduro.

Pero maduro o inmaduro, lo cierto era que no había comido nada en todo el día.

INCIPIT 899. AÑOS LENTOS / FERNANDO ARAMBURU

Primera cena
Yo, señor Aramburu, por las razones que usted conoce, siendo niño pasé nueve años con unos parientes míos de San Sebastián. Y fue de esta manera: que mi pobre madre, desamparada por aquel mal hombre que fue su esposo; al cual me niego a nombrar en este escrito, no podía mantenernos ni a mí ni a mis hermanos; buscó ayuda en el pueblo, no la encontró y en consecuencia no tuvo más remedio que darnos a la Casa de Misericordia de Pamplona.

Decía llorando que por unos meses, pero nosotros sospechamos que mentía para hacernos la reclusión más llevadera. Movidos por el cariño que le profesábamos, fingimos creer que dentro de poco tiempo estaríamos de vuelta en casa. Ya que no es esta la historia que a usted le conviene para su novela, la acortaré diciendo simplemente cómo mi madre tenía una hermana que se había ido a trabajar de joven a una fábrica de boinas de San Sebastián. Fue también criada en casa de unos franceses y no sé qué más. Allí conoció a mi tío Vicente Barriola, que era originario de la ciudad, más conocido por el apodo de Visentico. Se casaron y tuvieron dos hijos

INCIPIT 898. TIEMPOS ROMANTICOS / VLADIMIR NABOKOV

Por extraño que parezca, Edelweiss, el abuelo de Martin, era suizo: un suizo robusto, de poblado bigote, que hacia 186o había sido tutor de los hijos de un terrateniente de San Petersburgo, llamado Indrikov, y se había casado con la menor de sus hijas. Al principio Martín creía que la blanca y aterciopelada flor alpina, esa niña -mimada de los herbarios, llevaba el nombre en honor a su abuelo. Incluso tiempo después no pudo abandonar totalmente esta idea. Recordaba a su abuelo claramente, pero sólo de un modo y en una sola posición: como un viejo corpulento, totalmente vestido de blanco, con tupidas patillas, sombrero de jipijapa y chaleco de piqué adornado con dijes (el más atractivo era una daga del tamaño de una uña), sentado en un banco delante de su casa, bajo la sombra inquieta de un tilo. Había muerto en ese mismo banco, sosteniendo en la palma de la mano su querido reloj de oro, cuya tapa parecía un pequeño espejo. Lo había sorprendido un ataque de apoplejía en aquel gesto circunstancial y, según la leyenda familiar, las manecillas se habían detenido en el mismo momento que su corazón.

Durante varios años, el recuerdo del abuelo Edelweiss se conservó en un grueso álbum con cubiertas de cuero; en su época las fotografías eran de buen gusto, de elaborada preparación. La operación era algo muy serio; el paciente debía estar inmóvil un largo tiempo y esperar a que le permitieran sonreír, en el momento de la instantánea. 

LEAR

La decadencia de Nerón Golden, Salman Rushdie, p. 63
Había una vez un rey malvado que hizo marcharse de su hogar a sus tres hijos y luego los encerró en una casa de oro, sellando las ventanas con persianas doradas y bloqueando las puertas con pilas de lingotes americanos y bolsas llenas de doblones españoles y estuches de luises de oro franceses y cubos enteros de ducados venecianos. Pero los hijos se acabaron convirtiendo en una especie de pájaros o serpientes con plumas que salieron volando por la chimenea y quedaron libres. En cuanto estuvieron fuera, sin embargo, descubrieron que ya no sabían volar y se desplomaron dolorosamente en la calle, donde quedaron heridos y perplejos en la alcantarilla. Se congregó entonces una multitud que no supo si tenía que venerar o temer a aquellas serpientes-pájaro caídas, hasta que alguien tiró la primera piedra. Después de que el diluvio de piedras matara a aquellos tres metamórficos, el rey, a solas en la casa dorada, vio que todo el oro que tenía en los bolsillos las pilas las bolsas y los cubos empezaba a brillar cada vez más y por fin se incendiaba y se quemaba. La deslealtad de mis hijos me ha matado, dijo mientras llamas se elevaban a su alrededor. Aunque ésta no es la única versión de la historia. En otra versión los hijos no se escapaban, sino que morían junto al rey en el incendio. En una tercera variante, se asesinaban entre sí. En una cuarta, mataban a su padre y se convertían simultáneamente en parricidas y regicidas. Es posible incluso que el rey no fuera del todo malvado, o que tuviera algunas cualidades nobles además de las atroces. En nuestra era de realidades disputadas con ferocidad no resulta fácil averiguar lo que está pasando realmente o lo que ha pasado, cuál es la situación, no digamos ya cuál es la moraleja o el significado de este cuento o de cualquier otro.

DIONISIO

La decadencia de Nerón Golden, Salman Rushdie, p 49

Dieciocho años después de que naciera Apu, el viejo tuvo una relación extraconyugal y no tornó precauciones y el resultado fue un embarazo que él decidió no abortar, dado que, en su opinión, las decisiones siempre le correspondían a él. La madre era una pobre mujer cuya identidad no trascendió (¿una secretaria?, ¿una puta?) y que a cambio de cierta consideración financiera entregó al niño a su padre, se marchó de la ciudad y desapareció de la historia del bebé. Así pues, igual que el dios Dioniso, el niño nació dos veces, la primera de su madre y la segunda en el mundo de su padre. El dios Dioniso siempre fue un forastero, un dios de la resurrección y de la llegada, “el dios que viene”. También era andrógino, «hombre-mujer”. El hecho de que aquél fuera el seudónimo que eligió el hijo menor de Nerón Golden en el juego de rebautizarse con nombres clásicos revela que ya sabía algo de sí mismo antes de saberlo, por así decirlo. Por entonces, sin embargo, las razones que dio para elegir aquel nombre eran que, en primer lugar, Dioniso se había aventurado hasta el interior de la India, y ciertamente el mítico monte Nisa donde había nacido podría haber estado en el subcontinente; y en segundo lugar, que era la deidad del placer sensual, y no solamente Dioniso, sino, en su encarnación romana, también Baco, el dios del vino, el desorden y el éxtasis, todo lo cual -según Dioniso Golden- parecía divertido. Pese a todo, pronto anunció que prefería que no lo llamaran por su nombre divino completo y pasó a usar el simple y casi apónimo apodo de una sola letra, D. 
En la foto,  el Baco de Miguel Angel

DE LA INCORRECCION POLITICA

La decadencia de Nerón Golden, Salman Rushdie, p 49
Pero las burbujas suelen ser frágiles, y muchas noches los profesores hablaban en tono preocupado del momento en que reventaran. Les preocupaba la corrección política: aquella colega suya que había salido en la tele con una alumna de veintitrés años gritándole palabrotas a la cara desde un palmo de distancia por un desacuerdo sobre periodismo en el campus; aquel otro colega suyo que también había salido en televisión vituperado por negarse a prohibir los disfraces de Pocahontas en Halloween; aquel colega al que habían obligado a tomarse al menos un semestre sabático de uno de sus seminarios por no haber defendido lo suficiente el “espacio seguro” de una estudiante contra la intrusión de una serie de ideas que aquella estudiante consideraba demasiado “poco seguras” para que ~- su joven mente se las encontrara; el colega que había desafiado la petición estudiantil de quitar una estatua del Presidente Jefferson del campus de su facultad, a pesar del hecho reprochable de que Jefferson había tenido esclavos; colega execrado por sus alumnos de familias evangélicas cristianas por pedirles que se leyeran una novela gráfica escrita por una autora de viñetas lesbiana; el colega que se había visto obligado a cancelar una producción de Los monólogos de la vagina de Eve Ensler porque el hecho de definir a las mujeres como personas con vagina suponía una discriminación contra las personas que se identificaban como mujeres y que no poseían vaginas; o bien sus colegas que oponían resistencia a los intentos de los alumnos de “desplataformizar” a los musulmanes apóstatas porque sus ideas eran ofensivas para los musulmanes no apóstatas. Les preocupaba que la gente joven se estuviera volviendo partidaria de la censura, partidaria de prohibir cosas y de las restricciones. Cómo había sucedido esto, me preguntaban, aquel estrechamiento de miras de las jóvenes mentes americanas; estamos empezando a tener miedo a la gente joven.

DE LA JUSTICIA

Páginas escogidas, Rafael Sánchez Ferlosio, p. 374-375
La indefectibilidad de la justicia. De ella dice Ferlosio que “nada tiene que ver con la venganza de parte, a la que ha desencarnado, a la que ha desposeído, y en quien se ha subrogado, sino que es la indefectibilidad de algo estatuido en forma de cumplimiento permanente; algo que, como la turbina del molino, no deja de estar girando noche y día, haya o no haya grano que moler”. Es a continuación de estas líneas donde--se lee: «Y, a este respecto, me viene a la memoria cierto pasaje que mi inolvidable y malogrado amigo don Jacinto Batalla y Valbellido dejó escrito en el original inacabado de su libro inédito Estampas mexicanas, y que dice así: "En la feria de Querétaro, en 1938, tuve ocasión de ver un insólito autómata de barraca: una figura algo mayor que el natural, en talla policromada, que tenía vendados ambos ojos, queriendo indudablemente representar a la Justicia, y la espada empuñada con las dos manos; algún resorte oculto, cuyo eje se dejaba entrever en las axilas, algo manchadas de lubrificante negro y oleoso, le hacía bajar los brazos de modo que la espada fuese a dar sobre el tajuelo que tenía delante, para luego volver a levantarse pesadamente y repetir el golpe, todo ello a intervalos regulares. Este autómata debía de estar, por entonces, incompleto, porque, lógicamente, uno se habría esperado hallar otro muñeco, igualmente automático, que representase al reo, con el cuello apoyado en el tajuelo, y que por resortes propios separase la cabeza del tronco a cada tajo de la espada, para volverlos a juntar en espera del siguiente; pero a esta pérdída del personaje que sin duda había completado en un principio el conjunto del juguete suplían ahora, en cierta manera, los chiquillos que, cuando el dueño de la barraca no miraba, jugaban a poner un brazo, y alguno incluso el cuello, encima del tajuelo, como desafiándose a ver quién aguantaba más antes de que la espada lo alcanzase, aunque, al ser ésta de madera, por muy repintada de purpurina imitación-acero que estuviese, tampoco podría haberles hecho demasiado daño"”.

Vale la pena, ya puestos, transcribir además el agudo comentario que Ferlosio adosa a esta cita de don Jacinto: “A semejanza de este autómata de feria que no escapó a la mirada siempre atenta del malogrado don Jacinto, la indefectibilidad de la justicia parece consistir en un automatismo que hace caer sobre el tajuelo el golpe de la espada con intervalos mínimos y siempre idénticos e independientemente de que halle o no un cuello de reo bajo su filo. La ceguera de los ojos vendados con que la tradicional alegoría la representa es mucho más que la ceguera ante la particularidad de cada reo; es la ceguera de la anticipación, para la cual no hay ya nada nuevo: ninguna nueva pasión de vengador ante cada nuevo agravio, sino la anticipada desencarnación de todas las pasiones vengadoras en una única, virtual venganza ya cumplida en vacío y para siempre -y, por tanto, sin trauma ni pasión- por la sola instauración de un aparato de justicia, que, anterior a cualquier posible agravio, se limita a repetir la ejecución de aquella única sentencia ya fallada, y en la que el ejecutado es siempre el mismo reo: el que aparece mentado una vez sola de una vez por todas en el código”.

INCIPIT 897. VOCES QUE SUSURRAN / JOHN CONNOLLY

Bagdad 16 de abril de 2003
Fue el doctor Al-Daini quien encontró a la muchacha, abandonada y sola, en el largo pasillo central. Estaba enterrada casi por completo bajo cristales rotos y esquirlas de cerámica, bajo una pila de ropa desechada y muebles y periódicos viejos usados como material de embalaje. Apenas debía de vérsela entre el polvo y la oscuridad, pero el doctor Al-Daini había dedicado décadas a la búsqueda de muchachas como ella, y la distinguió allí donde a otros les habría pasado inadvertida. Sólo asomaba la cabeza, con los ojos azules abiertos, los labios teñidos de un rojo desvaído. Se arrodilló junto a ella y retiró con cuidado parte de los escombros. Fuera oía voces, y el retumbo de los tanques al cambiar de posición. De pronto una luz intensa  iluminó el pasillo y aparecieron hombres armados, vociferando, dando órdenes, pero llegaban demasiado tarde. Otros como ellos, anteponiendo sus propios intereses, habían permanecido de brazos cruzados mientras todo aquello ocurría. A esos individuos la muchacha les era indiferente, pero no así al doctor Al-Daini. La reconoció de inmediato, porque era una de sus preferidas. Su belleza lo cautivó desde el instante en que posó la mirada en ella, y en los años posteriores nunca dejaba de buscar algún momento de tranquilidad para pasarlo con ella durante el día, o para cruzar un saludo, o sencillamente para quedarse a su lado y devolverle la sonrisa.

Tal vez aún fuera posible salvarla, pensó, pero mientras apartaba con cautela maderas y piedras, comprendió que poco podía hacer ya por ella. Tenía el cuerpo destrozado, hecho añicos en un acto de profanación que para él carecía de todo sentido. Aquello no era un accidente, sino una agresión intencionada: vio en el suelo las huellas de las botas que le habían pisoteado las piernas y los brazos, reduciéndolos a fragmentos poco mayores que los granos de arena sobre los que ahora reposaba. 

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