-¡Arriba las manos, forastero!
-¿. ...?
-¿Estás sordo, estúpido?
¡Levántalas, de prisa! Noté claramente, a través de la camisa empapada en
sudor, que no era un lápiz, ni su dedo índice, lo que se me clavaba en las
costillas. Era de verdad. Casi podía adivinar el calibre: una 38. Y bien
pesada. La razón por la que había tardado en obedecer su orden la primera vez
es porque creí que se trataba de una alucinación. En dos días de marcha con mis
dos mulas de carga por la espesa selva, no había visto un solo ser humano: ni
blanco, ni indio, ni mestizo. Sabía que todavía estaba lejos del rancho más próximo,
al que esperaba llegar al día siguiente, sobre el mediodía. Así que nadie podía
detenerme. Pero ocurrió. Por la forma de hablar supe que no era nativo. Tiró de
mi cinturón una y otra vez. No era tarea fácil sacar el arma de su funda, que
estaba dura y tiesa como un palo. Por fin se hizo con ella. Le oí retroceder. Por
la manera de arrastrar los pies comprendí que era un tipo bastante alto, y
entrado en años o muy cansado.
-Bien. Ahora, si a su señoría le
place, puede darse la vuelta.
A unos quince metros a la derecha
de la senda que cruzaba la selva, por la que yo venía, había una charca de agua
bastante limpia. La había visto brillar entre el follaje y supuse, por las huellas
de caballos y mulas que llevaban hasta ella, que debía de ser un paraje donde
suelen descansar los arrieros, o incluso pasar la noche. Así que llevé hasta
allí a mis cansadas mulas para que bebieran. Yo también necesitaba un buen
trago y un respiro. No había visto a nadie por allí, ni había oído nada. Por
eso me quedé atónito cuando la pistola se clavó en mis costillas por arte de
magia. Ahora le estaba mirando.
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