Mi vida, al menos como artista,
puede proyectarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura: las altas
y baja s, los ciclos claramente definidos.
Empecé a escribir cuando tenía ocho años: de improviso,
sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiese y a poca
gente que leyese. Pero el caso era que sólo me interesaban cuatro cosas: leer
libros, ir al cine, bailar zapateado y hacer dibujos. Entonces, un día comencé
a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero
implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y
el látigo es únicamente para autoflagelarse.
Pero, por supuesto, yo no lo
sabía. Escribí relatos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, cuentos
que me habían referido antiguos esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Al
principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre
escribir bien y mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la
diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil, pero brutal. ¡Y,
después de aquello, cayó el látigo!
Así como algunos jóvenes
practican el piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, igual me
ejercitaba yo con mis plumas y papeles.
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